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Eduardo Padilla
Eduardo Padilla (Vancouver,
Canadá, 1973) es un poeta mexicano que cuenta con tres poemarios en el Archivo de Poesía Mexa: Zimbabwe (El
billar de Lucrecia, 2006), Minoica (Bonobos /
Conaculta, 2008), Mausoleo y áreas
colindantes (Ediciones La Rana, 2012) y Un gran accidente (Bongo Books, 2017). Estamos ante un caso similar al de
Omar Pimienta que veíamos el domingo pasado, pues el cuarto y último libro de
Padilla, Blitz (filodeaballos / Conaculta, 2013) es el único que no está
disponible en la red. Además, el espacio urbano contado en verso desde la
distancia, como migrante, lo conecta con otros poetas de su generación como Gaëlle Le Calvez.
Encontramos poemas de Padilla en Transtierros,
Las afinidades electivas/ Las elecciones afectivas, Poetas del Fin del Mundo o la revista Crítica. Además, como también es habitual en la generación
del setenta, destacan sus colaboraciones en Tierra Adentro o Letras Libres.
Eva Karen lo entrevista en Letrina es mi ciudad. Las respuestas son tan socarronas como su obra: «No estoy
seguro sobre motores cívicos. [...] En cuanto a patria: patria, patria, qué es
patria. Es una carta en un juego de naipes. Sabes cuándo se usa, cuando el
mandamás necesita que vayas a matar a alguien de a gratis, o que le des la
mitad de tu sueldo».
Zimbabwe
(2006) se compone de una veintena de poemas breves (en su mayoría), bien
estructurados, nítidos y autónomos. Los contrastes de la tradición clásica en
una ciudad del siglo XXI se sirven
del humor y del lenguaje más claro y coloquial para conectar directamente con
quien lee y reflexionar nuevamente sobre qué es la poesía. El primer poema, «Caribdis
ante la calvicie» sigue la forma de un examen de tipo test. Una pregunta breve (qué,
cómo, cuándo, dónde...) va seguida de varias posibilidades, como antropólogo que
disecciona la historia y sus minucias. «La dicción del libro tiene una cualidad
telegráfica, una ambigüedad gangsteril, una dureza que a altas temperaturas se
vuelve inesperadamente maleable», dice Luis Jorge Boone en Letras Libres. La plasticidad de los adjetivos satiriza las escenas grotescas
de los contrastes sociales: «desde la masturbación encumbrada de sus asientos»
(18). Aunque los versos ya son explícitos, en los títulos de los textos cabe la
narración de un pequeño cuento, como vemos en «Sobre cómo tomar apuntes
abruptos a bordo de un vehículo en movimiento, a muchos kilómetros por hora, y
lograr que el resultado pueda confundirse con un texto de cierto interés
histórico» (42). Un título así podría haber sido sustituido por la palabra «inexorable»
pero esa sería entonces una «pésima idea», dice el autor en una nota al pie
durante el transcurso de un poema que corre y se estanca como el tráfico
metálico. Zimbabwe concluye con una especie de epílogo de Ángel Ortuño,
titulado «Estoy tan enterado como cualquiera». Y es que «lo que este libro no
es: ni la vieja tradición ni la nueva», dice Ortuño.
Será precisamente Ortuño el que
firme junto a Padilla el poemario Minoica
(2008): una sátira de la actualidad poético-social. Karla Rangel lo reseña en Periódico de Poesía de la UNAM con estas palabras iniciales: «Cuando empecé a
leer Minoica, esperaba otra cosa. Mi
“deformación clásica” me llevó a suponer que los poemas contenidos en el libro
se referirían a aquella antiquísima civilización griega o, por lo menos, al
Minotauro». Minoica es, como Zimbabwe, un pretexto metafórico para unir puentes
abstractos e implícitos. El suicidio, la violación, la masturbación, la
infancia, los conflictos de intereses, el anonimato, la violencia en «en el
trato de blancas / y maltrato de negras» (19), la muerte (destaca su
auto-epitafio, 20) o la atrofia lectora son los temas de esta obra tan irreverente
como, me parece, necesaria. Sin caer en el efectismo se acerca a quien lee con
prisa, pero también a quien lo hace con pausa y en busca del fondo de esta
lectura, a priori, superficial. Los
paréntesis que piden recrear onomatopeyas o los guiones bajos que ocultan el
texto (como especie de tachadura o borradura) hacen del significante contenedor
de ricas y variadas posibilidades interpretativas. El libro está dividido en
dos partes: «Minoica. Serpens Kaput» e «Ilecebra», firmadas por Padilla y
Ortuño, respectivamente; sin embargo, el poemario como conjunto rezuma el
despliegue tragicómico de una revisión grupal.
Mausoleo y áreas colindantes (2012) se divide en ocho secciones que remiten a la
verticalidad de un espacio artificial: «Pórtico», «Dormitorio», «Comedor», «Mausoleo»,
«Salón Heráldico», «Observatorio», «Capilla» y «Ático». La crítica a las
miserias humanas, a las conspiraciones, a las disputas, al poder, a los
compartimentos estancos, a los vacíos, a las aristas octogonales, a la frialdad
de la rima se incorporan a estas prosas habitacionales. Sorprende el tercer epígrafe
de «Guiño», del mismo Padilla: «Un epígrafe bien empleado es la mejor sirvienta
de todas / E. Padilla» (39). Como resumen, en el «Poema elemental» advertimos,
la simetría filosófica de quien, como Melchor Ocampo, se quiebra pero no se
dobla:
El sol quema,
el agua fluye,
el viento corre,
la tierra gira. Ninguno
de estos cuatro puede evitarlo,
evitarse a sí mismo,
pero nada hay que nos indique que alguno de estos
actores
(en el simple sentido de “acción”)
sea capaz de desear evitarlo.
Y es evidente: el sol quema a ciegas,
el agua fluye a secas,
el viento corre a tientas
y la tierra gira linealmente,
siendo su eje un supremo desenfado.
Ninguno, queda claro, debe afeitarse por las
mañanas, y sufrir, en general.
O si se quiere, en particular—
engarrotamientos frente al espejo,
por ejemplo, para qué me afeito,
cuántas afeitadas me quedan,
debo temer o anhelar la cifra decreciente de
rastrillos,
debería de detenerme tal vez,
dejar de afeitarme,
dejar de crecer barba,
dejar de crecer,
dejar decrecer,
es oneroso,
peor aún que ser un animal de carga es saberse un
animal de carga (7-8).
Un
gran accidente (2017) roza el cuento fantástico que permite el poema. Y es
ahí donde se moldea el lenguaje para que los fragmentos recompongan la vida en
sociedad. Las imágenes de Ismael Velázquez Juárez de escenas aparentemente domésticas acompañan al relato en
versos cuyas pausas las marca el blanco de página. Los poemas sueltos pueden
mostrar desequilibrio, pero en conjunto se sostiene, me parece, la idea de cuestionar
la tradición a partir de parodias certeras. Las asonancias son del yo interior
que repite como un consomé en sus posos. La religión, la filosofía, la
creación: todo está dicho «(y es cierto que me duele el culo / de tanto darlo
todo por sentado)» (42).
Estamos, pues,
ante un poeta joven que se asienta con humildad y talento en la bisagra del
siglo XX y el XXI, es decir, entre la herencia renovada de quienes se forman en
la universidad −y ofrecen en sus poemas la intertextualidad de sus clásicas y
genuinas lecturas− y la proposición interdisciplinar del humor ácido que exprime
y empapa la conducta social del individuo.
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