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sobrevuela el teatro feérico
Verónica G. Arredondo
Verónica G. Arredondo (Guanajuato, 1984) cierra, de momento, el archivo de Poesía Mexa con su libro Verde fuego de espíritus (Instituto Municipal Aguascalentense para la Cultura, 2014): tránsito fulgurante de la pasión que despiertan el mito y la duda.
Recibió el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde en 2014 y, ese mismo año, el Premio Dolores Castro de Poesía por la obra que aquí comentamos. En esa dimensión cívica que hemos estudiado con Vicente Quirarte, donde el cielo era mi padre y mi madre la tierra, la figura del poeta contacta como lluvia inversa. El agua es el elemento natural de este poemario dividido en siete partes: «Cielo», «Agua en el cielo», «Cielo que a la tierra abraza», «Cielo invertido», «Somos tierra que al cielo abraza», «Cielo Abismo» y «Trueno del cielo invertido». El título, del poeta chino Tu Fu, remite mediante trigramas (ilustrados en el índice) a esa azarosa cosmovisión que también influye en México como sociudad.
Armando Salgado entrevistó a la poeta para La Jornada de Zacatecas con motivo de la relación que Verde fuego de espíritus tiene con el cuerpo y las ya señaladas influencias orientales. Responde así la guanajuatense a una de las preguntas: «Coinciden en la naturaleza como elemento central, siendo entorno o ambiente que determina el desarrollo del poema». La doctora en Artes por la Universidad de Guanajuato recrea escenas oníricas dirigidas a la madre. De tal modo se recuperan símbolos de la lírica que cambió Darío en español y se contraponen planos, temas, realidades. Este es uno de los poemas de «Agua en el cielo»; entendemos, pues, poesía que conecta la abstracción del lenguaje con la sensación mundana y actual, todavía, en el tercer milenio:
En el jardín hay dos niñas
una con la cara pálida
otra tiznada
Son dos cisnes:
uno negro y otro blanco
Intercambian una orquídea para rascarse la espalda
¿A qué juegan?
Hacen el mundo visible
con el mundo invisible (13)
El desplazamiento del último verso es una tramoya, una superposición de grises, el tono que deja la imaginación ahora. Tales elementos, como las plumas de las aves modernistas, se van desperdigando en los sucesivos textos, siempre breves. Se deconstruye así el exotismo en el vértigo de la moneda de tres caras hernandina, sin olvidar a Paz: águila o sol o nada. Y es que resulta nítida la evolución del bestiario del modernismo a la poesía mexicana contemporánea. Ese cisne de cuello interrogante da paso entonces a la entomología, a la (que descompone alas) fragilidad gregaria; un par de poemas después:
¿Avispas son hormigas?
Las escuché en la madrugada
descalabrándose contra el cristal
Amanecieron restos
esparcidos en la alcoba (15)
Y ya en la tercera parte del libro ese fugaz palíndromo da un octosílabo que se sirve del seseo villaurrutiano para el calambur que combina el fuego bonifaciano y el agua pachequiana: «Cielo que a la tierra abraza». La tradición está ahí: porque, revisado por Quirarte, descender es crecer, aunque a primera vista no se note. Y remite a otra geografía de idéntica preocupación por la unión afirmativa del ego y la muerte tras la negrura del más vital de los sentidos: «En Japón / hay plaga de cuervos y suicidas ciegos» (20). Y continuarán el avance, la caída, la desmembración y la pira (de ese famoso bosque de los suicidios de Aokigahara) en la ciudad insomne que despliega la poesía, a la manera austral de Víctor Toledo, el cielo, con estrellas veladas; dice la autora en boca de un fatuo sujeto poético que se remoza y viaje en la alcoba: Verde fuego de espíritus.
Lean el archivo de Poesía Mexa y la compleja, honda y sugerente obra de Verónica G. Arredondo, también disponible en las revistas Tierra Adentro, Círculo de Poesía, Pléyade o La Testadura. En esta entrevista de Yadira Rivera para Parnaso Radio podemos escuchar a la autora:
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