Morder el cebo (Abulia Ediciones, 2020) es un libro que Mariana Balderrama
(¿Ciudad Juárez, 1996?) publica recientemente para dar muestra del ritmo de un
poema que se entrecorta ágilmente y contrapone los sentidos con las también
cálidas y prístinas ilustraciones de Teresa López.
Un paso de cebra sitúa la escena
del sujeto poético que, en primera persona, cual peatón, discurre por la lectura
vertical del PDF. Los paréntesis dan la seguridad del morfema
derivativo prefijo para verbos que flexionan el tiempo en escasos signos de
puntuación. El ritmo se vale de versos breves sangrados. Serpentean:
[...]
me (en)vuelvo a
sentir
vulnerable
nauseabunda
eso del espejo
tanta luz que
consume una tela
gruesa de piel
[...] (7)
A
modo de preposición no sitúa en más lugar que en el ensimismamiento de una
sintaxis que no acaba de quebrarse pero que, efectivamente, se antoja frágil,
vulnerable. En esa misma página, los términos se solapan por «cerquita’nta / tensión».
Estoy de acuerdo con el también poeta y juarense Juan Manuel Portillo en una publicación que compartió en Facebook
y que me hizo llegar a la particular poética de Balderrama: «Mariana tiene un
ritmo y una dicción muy particulares, cercanos al habla pero sin coloquialismo».
Diferentes voces articulan el texto.
Fluye este sorprendentemente pese a la variación de registros, diálogos que
estructuran las preguntas retóricas. Se cuestiona así la estética a la hora de
leer un libro de poesía; las conversaciones; las cuestiones filosóficas de lo
aparentemente banal que tanta presencia tiene en nuestros días. Pienso por ello
que el anzuelo está bien tirado. En la cotidianeidad existe, todavía para la
lírica, un cúmulo de historias a favor de la comunicabilidad y al mismo tiempo
el enigma, el reto, del género que nos ocupa. Capturo una de las páginas (la 15):
Y es que el río, el lenguaje, se
repite en asonancias «del dato del / otro rato». Prueba así la estereotipia de
la poesía mexicana contemporánea que estudia Alejandro Higashi recientemente. Tal impresión se logra en la lectura digital con el
gato de Teresa López. El contraste del negro felino con la blancura de la
página articula un movimiento del mismo: de la ilustración de la mano de los
versos. Creo por ello que las palabras no ocupan un lugar azaroso en la
edición, sino que responden al deseo directo de su autora por la
personificación, el habla que mencionaba Portillo, en sus diferentes niveles de
la enunciación.
Son estas apenas unas notas que
tratan de registrar una obra sugerente, a la que espero volver con atención tras lo que hace la joven integrante de la Universidad Iberoamericana. Su uso de la
tipografía, de las cursivas, de los diferentes –escasos, mas precisos– signos
de puntuación conviven de manera natural, sin postizos ni ademanes forzados, en
la fluidez, efectiva, de ese río que es el lenguaje en el solipsismo de un
habla que reverbera entre la lectura ecocrítica de abejas que son avispas,
entre demás bestiario, y una puntual reflexión sobre el lenguaje lírico desde
la misma variación del mismo.
Conviene seguir a Mariana Balderrama
para tirar de esa cuerda que supone un poemario ajeno a
intereses que empañan la literatura, con el único propósito de compartir una
obra que dialoga con referencias como Sara Uribe, Eva Castañeda o Yolanda Segura por el uso de la sintaxis, el quiebre, la intrascendencia de la
vida.
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