jueves, 30 de junio de 2016

Nada se pierde

Nada se pierde
Ya no veo una ciudad, queda un vaso
lleno de agua renegrida.
Eva Castañeda (pág. 41)

Nada se pierde (VersodestierrO, 2012) es un poemario de Eva Castañeda (Ciudad de México, 1982) donde las pequeñas aristas de la realidad se agrandan hasta profundas reflexiones que destapan universos urbanos e intestinos.
            Veamos brevemente algunos comentarios sobre Nada se pierde antes de nuestra lectura.
            Alejandro Higashi publica «Principio de inmediatez en Nada se pierde, de Eva Castañeda» en Círculo de Poesía, destacando que

ofrece buenos ejemplos de una poesía escrita bajo este principio jurídico: testimonios de una inmediatez vital que recuerdan el valor catártico de la poesía por encima de la belleza y otros tópicos sobrevaluados. [...] sirve como una presentación de lo simple magnificado a través de la lente de aumento de una inteligencia despierta; la aventura de intelectualizar los detalles para que nada se pierda.

El mismo Higashi se refiere en PM / XXI / 360º a esta «dimensión más amplia de los espacios urbanos (donde se desenvuelve la mayor parte de las constelaciones poéticas del siglo XXI)» (cfr. Higashi, 2015: 298, 327). Y es que «la ciudad, a diferencia de otros poemarios, no es un personaje, sino un escenario bien provisto de peligros imaginarios», dice Higashi en la completísima reseña «Principio de inmediatez en Nada se pierde, de Eva Castañeda».
            Por otro lado, en Gaceta Frontal viene una entrevista a Eva Castañeda sobre la crítica literaria, entre otros asuntos vinculados con la poesía mexicana contemporánea. En Periódico de Poesía de la UNAM debió de haber alguna reseña al respecto de Alejandro Palma, pero actualmente el enlace no funciona. Otros poemas recientes de Castañeda pueden encontrarse en Escritores por escritores.
            Ana Franco Ortuño firmó el prólogo de este libro en el Altillo, en 2012. Quizá las coordenadas espacio-temporales no tengan nada que ver con el poemario de Eva, pero en dicho condominio imaginé a la vecina que canta karaoke (cfr. 11) o a los niños invisibles que arrojan piedras (cfr. 33), en el hacinamiento como refugio de las calles sucias, mojadas y atestadas de carnes vivas y muertas (cfr. 51); y pese a todo −o nada−, imperdibles. Así empieza el prólogo: «Nada se pierde es una herida sutil, la amenaza de lo mínimo, el dolor inevitable de estar vivos. Se escribe desde o a partir de un mundo resquebrajado, pequeñeces, ciudad seca (aunque llueve)» (3).
            Hace justo cuatro años se terminó de imprimir Nada se pierde. ¿Por qué es importante seguir leyéndolo? Porque las imágenes que crea sobre la sociedad contemporánea cada vez son más vigentes. Mediante un lenguaje coloquial, nos transmite una historia cercana que pasaba inadvertida. Por eso (nos) leemos en la anatomía de los excesos que Castañeda disecciona. Pese a la incisión con que nos pinta, paramos, se nos guiña un ojo, acercamos un labio a la nariz, y volvemos a leer ese poema breve que dice algo en lo que no habíamos reparado, «Carnes frías»:

Repasé las horas en la fruta avejentada
               con su fondo de pared.
Partido el corazón sobre la tabla de madera.
               −El epicentro es la cocina−.
Y yo que guardo la sal en los lugares fríos,
la arritmia en casi todo.
Reflexioné sobre la estancia suspendida
de la guillotina en la cabeza
de ajo.
Corta.
La carne de animal
y la mía son de un rojo semejante:
el bazo es a la derecha, pero no importa
con vino y mareo esto sabe bien (45).

Nada se pierde se estructura en tres partes «De aquí» (10), «De allá» (32) y «De otros lugares» (50). Cada una de ellas viene acompañada por las goyescas ilustraciones de Jorge Santana: Estilógrafos para decorar el sueño. En la primera parte, el sujeto poético está cerca, bajo techo; en segundo lugar, observamos al aire, libres, pero también a la intemperie; por último, con el desdoblamiento animal y lo maravilloso y real termina por hallar poesía en una espiga seca.
            Si hace una semanas hablábamos del superhéroe en la poesía mexicana contemporánea (con los casos de Becerra, Quirarte y Carreto), Castañeda retoma los súper poderes en su poema «Superman y la Mujer Maravilla» (cfr. 20), donde el espacio doméstico es aparentemente inmune a terremotos y demás películas surreales: «Sus disfraces/ de hombre los esperan dentro del congelador» (21).
            La poeta dialoga con sus otras voces en «Funambulesca», mostrando algunas preguntas retóricas que atraviesan verdades invidentes: «¿Cuántos hombres cuentan sus pisadas?/ Hay lugares a los que nunca se llega/ si sólo caminamos» (37).
            Por otro lado, en «Menú» empatizamos con la bella y joven camarera de una franquicia, la cual reprime sus inquietudes mentales para no perder clientes. En Castañeda los epígrafes o exergos son fundamentales para orientar el texto. El de Efraín Huerta dice así: «Llevaba la manzana/ del día en la minifalda;/ la tristeza de marzo/ en la mirada».
            «Oscuro caramelo» (cfr. 53) es uno de los poemas que más peso histórico tienen, sin embargo, no puedo dejar de pensar en la famosa chocolatina «Carlos V» que se encuentra en las franquicias pero también en el metro.
            Por último, sorprende cómo Nada se pierde convierte en poesía lo que al resto nos cuesta advertir. El best-seller de Stiegg Larsson da título al poema «La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina», cuyo inicio explica, quizá, la motivación poética de Castañeda: «Porque alguien siempre arroja las navajas y el ruido tenue/ corta el seso más inteligente» (61). La sensibilidad es infinitamente cercana. 
            Leamos a Eva Castañeda y disfrutaremos de su «inteligencia despierta», identificándonos con los sufrimientos que nos unen como humanos y escuchando una voz que estalla pausadamente.

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