¿Quién verifica?
Cristina Rivera Garza
Cristina Rivera Garza
(Matamoros, Tamaulipas, 1964) es un referente en la literatura mexicana. Entre
sus numerosas obras, destacan sus novelas Nadie
me verá llorar (Tusquets, 1999) o La muerte me da (Tusquets, 2007), el
ensayo Los muertos indóciles.
Necroescrituras y desapropiación (Tusquets, 2013) o su reciente trabajo
sobre Juan Rulfo: Había mucha neblina, o humo o no sé qué (Random House, 2016).
A continuación comentaremos sus poemarios La muerte me da / Anne-Marie Bianco (ITESM-Bonobos, 2007) y El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color (UNAM / Bonobos, 2011),
presentes en el Archivo de Poesía Mexa.
Lo primero que nos llama la atención
de La muerte me da (2007), como
poemario, es que está firmado por un seudónimo (Anne-Marie Bianco), tal como lo
hacía Juan Almela con Gerardo Deniz, por ejemplo. No obstante, este recurso es
puntual en la poeta. Además, dicho texto formaría parte del final de su novela homónima. El editor de Bonobos, Santiago Matías, explica cómo le llegó el
manuscrito por una enigmática y desconocida Anne-Marie Bianco y cómo publica un
texto sin rostro. El nombre de Rivera Garza no aparece en todo el libro.
El monólogo sobre el lugar, el
espacio que tanto preocupa a la autora convive con una técnica que vienen
siendo habitual en la poesía mexicana contemporánea: la tachadura. León
Plascencia Ñol, Julián Herbert, Alejandro Albarrán o Stephanie Alcantar, como veremos en otra ocasión, cultivan este discurso obliterado. En el caso de La muerte me da, lo tachado (se advierte en los aclaramientos
iniciales) solo indica entre corchetes una versión previa que ahora ya no
aparece, se ha borrado, pero se indica como justificación del vacío que, en
muchas ocasiones, tiene que ver con el significado de unos versos que, por ejemplo,
hablan de la pérdida.
Los paréntesis muestran la respuesta de quien presencia la noticia de una desaparición. La crónica se logra mediante
poemas muy breves cuyos títulos tejen la historia de este libro autónomo y, a
la vez, complemento de su novela. El hecho de que lo firme como Anne-Marie
Bianco reduce la distancia entre el testimonio de la experiencia, lo sufrido, y
lo contado (o lo poetizado, en este caso).
Los juegos de palabras (mediante el
calambur o la paronomasia) critican a las instituciones, machistas y ajenas al
compromiso social con la violencia. Así comienza el poema «VI. La víctima
siempre es femenina»:
En el Ministerio (que es un lugar de los hechos)
(un lugar de helechos) (de lechos).
En el cuerpo (que es público) (que está abierto)
(que es un muerto).
En el tajo (dentro del tajo) (debajo del tajo,
carajo)
(en la raíz misma del tajo).
[...]
(26)
Estos pequeños
indicios de humor o de sátira (el hecho de que el Ministerio esté lleno de
hombres perezosos que crecen tumbados en el lecho) contrastan enseguida con la
brutalidad de los detalles que el poema recoge para denunciar la violación que
también la muerte le genera. La muerte me da termina con dos poemas de Bruno
Bianco. ¿Qué relación tienen dichos personajes? ¿Por qué un poemario? ¿Quiénes
no somos?
Alí Calderón publicó en 2009 una
reseña en Círculo de Poesía donde destaca «la ruptura de la equivalencia entre fábula e
intriga, es decir, entre el orden lógico causal de la diégesis, cronológico, y
la manera en que las acciones se nos muestran en el discurso». Estos saltos
temporales contrastarían con Viriditas
(Mantis / UANL, 2011), especie de diario en el que Rivera Garza poetiza destellos
de imágenes cotidianas. Si seguimos su línea literaria en este sentido encontraríamos
ya en La imaginación pública (Práctica Mortal / DGP, 2015) por su uso del lenguaje
de la tecnología. Sus temas (la enfermedad, el cuerpo, la identidad, la
violencia o la muerte) se explican y entremezclan de forma muy satisfactoria en
lo que convencionalmente se ha entendido por géneros literarios.
Si La muerte me da está formada por XVII
poemas breves, El disco de Newton. Diez
ensayos sobre el color (2011) cuenta con X. Los títulos de este último son
siempre un verbo: el tipo de palabra que más parecía preocupar a la autora en
el libro anterior. Los colores, como notas musicales, influyen en nuestra forma
de mirar lo (in)visible: el lugar que ocupa el espacio, o viceversa. Estos
ensayos en forma de poema dialogan con las referencias a otras obras y lenguas.
El decálogo ofrece distintos tonos, cuyas palabras conectan con los juegos (¿cen(an)estésicos?)
que veíamos con anterioridad: «Palpar. Pálpito. Púlpito. Pupilo» (16). El verso
preciso −«Casi todas las tragedias son accidentales» (20)− sentencia y origina
a la vez una reflexión que en parte tiene que ver con el color de las cosas. El
azul de la calma, el rojo de la pasión, el verde de la esperanza son los lugares
comunes que se amplían gracias a los tonos (estamos pensando también en la
sonoridad) del (a)marino, (ena)morado o agu(amar)ina.
En «VII. Desparpajar» encontramos un
ejemplo del contacto que la poesía tiene con otras disciplinas:
El término agujero negro se aplica en astronomía al
resultado del
colapso gravitacional de una estrella. Según las
hipótesis científicas,
un agujero negro impide totalmente el escape de
materia o energía,
extremo de lo que sucede con una superficie negra
sobre la que
incide energía lumínica (38).
Son otros los
caminos de la metáfora y de la poesía mexicana contemporánea. El también poeta
y crítico mexicano Roberto Cruz Arzabal ofrece en Tumblr una
alternativa visual para leer estos diez ensayos sobre el dolor.
En definitiva, Cristina Rivera Garza es
una figura indispensable para entender México y su literatura. Estudió
sociología en la UNAM y en la actualidad trabaja en el departamento de Hispanic
Studies, de University of Houston, donde desarrolla el primer doctorado en
escritura creativa en español en los Estados Unidos. Asimismo, es fundamental en la
escritura del dolor que viene abordando Cécile Quintana en la Université de
Poitiers.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario