En 2011 llegué a
la UNAM y no conocía a Rubén Bonifaz Nuño. Me arrepiento de lo segundo. Aquel mismo
año terminé la licenciatura y me enganché a la poesía mexicana a partir de
Vicente Quirarte, que por entonces casualmente andaba en la Universidad de Alicante,
dando un recital y pensando en superhéroes. Durante esa misma estancia en
México vi a Jocelyn Martínez, pero no pude hablar con ella hasta cuatro años después.
También me arrepiento de no haberlo hecho antes; sin embargo, la flama del tiempo
permitió que con las anécdotas y los testimonios de ambos conociera al maestro,
Rubén Bonifaz Nuño. Ahora, Jocelyn Martínez, junto a Maribel Urbina y Alejandro
González Acosta, acaba de coordinar el libro La flama del tiempo. Testimoniales y estudios poéticos (2018), una
evocación del jarocho que tradujo una tradición futura.
Como reza el título, este libro se
divide en anécdotas, memorias o entresijos de sus seres más cercanos, por un
lado, y, por otro, de artículos, críticas e investigaciones de quienes lo leen
y lo reivindican como una de las voces más permeables de la poesía mexicana en
el siglo xxi. El atento prólogo de
sus coordinadores ofrece un preciso panorama de cada uno de los veintiún textos;
divididos, como decimos, en el endecasílabo «No todo ha de morir porque ha nacido»
y en el dodecasílabo «Alumbro con la palabra de otra boca». La mayoría de los ensayos,
breves, son inéditos; aunque algunos ya se leyeron o formaron parte de prólogos
y homenajes para Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, Veracruz, 1923-Ciudad de México,
2013).
Vicente Quirarte, Juan Ramón de la
Fuente, Fausto Vega, Alejandro González Acosta, Diego Valadés, René Avilés
Fabila, Paloma Guardia Montoya, Sandro Cohen, Josefina Estrada, Bernardo Ruiz y
José Ángel Leyva dialogan con Juan Gelman, Evodio Escalante, Manuel Iris, César
Arenas Moreno, Jocelyn Martínez Elizalde, Lilian Álvarez Arellano, Manuel
Urbina, Miguel Ángel Muñoz Palos, Marco Antonio Campos y Eduardo Lizalde,
siempre en torno al autor de Los demonios
y los días (1956), un ejemplo del giro social desde la intimidad que empezó
a tomar la poesía mexicana.
Entre
las enseñanzas de Bonifaz, destacan los mitos, los elementos naturales, el
concepto de lo clásico, la traducción, el compromiso (68), la
interdisciplinariedad, el vínculo de la poesía y la academia, la emoción, el rigor, el machismo (136), lo
popular, la Calaca, la quinta sílaba, el habla cotidiana y el humor para
legitimar lo común. En palabras de Evodio Escalante: «una poesía que no quiere vestirse de seda para
distinguirse del habla, sino que, todo lo contrario, aspira a confundirse con
el percal y el abalorio del mexicano de todos los días, como podría decir López
Velarde» (99). La intertextualidad es un nuevo enigma para este «humanismo
descolonizador» (136), que estudia Lilian Álvarez Arellano. Estamos ante un poeta
que cambió para bien el signo de la lírica, como reconoce el propio Eduardo Lizalde
en el último texto. De este libro, me quedo sin duda con la emoción sincera de
su ahijada Paloma Guardia, hija de Miguel Guardia, y con las lecturas y archivos que están por venir. Como dice René
Avilés Fabila que dijo Carlos Illescas, «al mal tiempo, Bonifaz» (52).
No tarden en conseguir este libro.
La rigurosísima y cariñosa edición, con cronología y fotos del poeta, es de la
Universidad Autónoma Metropolitana y de la Academia Mexicana para la Educación
e Investigación en Ciencias, Artes y Humanidades.
Sin haber conocido a Bonifaz, ya lo conozco.
Estoy seguro de que Jocelyn Martínez y Vicente Quirarte, entre muchos otros, tienen
algo del maestro. En sus formas de ser sigue presente. Gracias, querida Joce, por
enseñarme la poesía. Y gracias, querido Alejandro, por traerme el libro, entre
otras muchas cosas.
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