Julio Rivera (León, 1992) forma
parte del archivo de Poesía Mexa
con Horas pólvora (3pies, 2017) y Sesenta y seis mil poemas (Obra en
construcción) (s. e., s. a.), dos ejemplos del humor, de la cotidianeidad y
del fresco y hondo poso que con atrevimiento existe en la lírica más reciente.
Horas
pólvora viene con un prólogo de Pedro Mena Bermúdez, disponible en Ruleta rusa. Con el título «Este libro es un petardo al alcance de los niños» (dos
octosílabos, sin el segundo tendría otro sentido) arranca con esta reflexión:
Hay
cierto tipo de lectores que ven en el prólogo un desatino orquestado por la
editorial o una innecesaria solemnidad que le permite el autor a un cómplice.
De ordinario alegan estos lectores que el prólogo, siendo mera incitación a la
lectura, les contamina su virginal encuentro con la obra, los llena de
prejuicios y además entorpece el ir a la obra misma (como si todo lector
estuviera obligado a ser fenomenólogo en sus ratos de ocio) (6).
Como valoro los prólogos, sigo leyendo
ideas tan ácidas y honestas como las del autor al que presenta: «sin muchas
piruetas y sin estridencias bobas, se inscribe en una tradición literaria de
humor cruel por exceso de ternura» (7). ¿Y de qué habla este libro? Eduardo Padilla lo sintetiza de la siguiente manera en la contracubierta: «Son los
objetos de la jornada. Las palabras y las cosas. / Los objetos verbales que te
llevan de la casa a la oficina; / de la cama a la mesa; de la infancia al
crematorio».
Las ilustraciones de José
Zarzi encubren una serie nada pesada de poemas breves cuyos títulos se ligan
con las imágenes que sugiere, por ejemplo, el texto inicial: «Club verdugos»: «Se
reúnen / por las noches a / armar rompecabezas con / los restos» (11).
Imaginamos entonces un paródico retrato social con escenas de gánster a lo largo
de un espacio urbano ficcional que, sin embargo, no se aleja, tristemente, por lo
cómico, de la realidad. Los certeros mensajes narran y anuncian una filosofía
que recuerda a los aforismos de Armando González Torres.
Cabe destacar el amor sin
florituras, una reflexión sobre cómo matar insectos, la historia conjetural que
podría entristecer a cualquier niño o niña en el mundo. Ahora bien, la crueldad
fruto de estas horas de historias y personajes anónimos es más una crítica que
un canto inocente. Tiene pinta de estallar. Lo doméstico detona ante el vacío
de poemas como el que lleva por título un posible haiku de incómoda rima: «¿Nunca
han llorado y se les ha mojado su pan tostado?» (25).
La melancolía es tratada
ahora como parte de la sátira. En primera persona encarna la tragicomedia
mexicana (39); aunque las referencias forman parte de un contexto común, ajeno
a una locación o ámbitos concretos. Las influencias podrían ser estadounidenses
o surcoreanas. Pienso en el suicidio con el que empieza aquella película, Poesía (2010). Se
dan la mano el crimen y la sugerencia de los vacíos, de las sensaciones, como
ejemplo de poesía de ciencia ficción o hasta distópica. El papel adquiere el
color de la nostalgia con las palabras que se rompen porque no se doblan en el
poema «Las hormigas se llevaron el color del oso»:
La felicidad fue un diente amarillo.
Fue haber chupado una paleta de mango.
Y escuché la conversación de las moscas.
Vi con pereza un girasol negro.
Los sapos saltan y explotan.
Lamí el amarillo del día.
Metí la mano en la miel y perdí.
Lloro
a Mari
yo.
La vida nos sonríe
con los dientes rotos (44).
Snoopy, reiteradas disquisiciones
matemáticas, una antireseña sobre las reseñas, el insomnio, Jumpman o alguien
que llora por un solo ojo tejen un universo en el que el sujeto poético reflexiona sobre la misma poesía, más con sorna que con sarna; pues termina Horas
pólvora con el sabor dulce del desastre.
Sesenta
y seis mil poemas (Obra en construcción) es un libro hecho a base de tachaduras y borraduras. Esparadrapo gris (casi amarillento, recordemos la nostalgia
de este tono en su anterior obra) oculta la mayor parte del texto sobre el que
se superponen también rayones negros que, en este caso, más que velar revelan
con más fuerza el contenido del texto que se «quiere» obliterado. El discurso
rescata las palabras desde que Hugo García Manríquez influyera en buena parte
de la poesía mexicana con la técnica que siguió en Anti-Humboldt. Una lectura del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (2014). Esta es la
primera página (la mayoría, sin numerar):
Tales «textos» dicen más por lo que niegan.
El verso que se salva se ve mucho mejor por el contraste de esas palabras que
también simularán un sangrado; o versos que caen de distinta manera, dispuestos
en la página revelando el poema de (lo que entendemos que era) otro poema. Los
dibujos (intuimos) del propio autor acompañan con aves (a la manera de Amaranta Caballero Prado) el universo que vuelve a crearse con esta técnica explotada en la
neovanguardia. El collage transita en este caso por espacios más
cercanos a la realidad mexicana (que anteriormente solo se intuía en contadas
ocasiones); mas, de nuevo, la clave reside en el no-lugar, en el (no) escrito
que con frecuencia no llega. Ese podría ser el tema de tantos poemas
que, finalmente, incumplen las expectativas. Ahora bien, qué significa esta última
palabra en la poesía. Solo hay una palabra escrita a mano. Un término, sin la
tilde que se le supone como adjetivo, se distingue por el grosor de varias
capas de esparadrapo en la primera parte del poemario: «vacia»
(25). En la siguiente página algo cambia, pues se acaba la cinta o se tapa sin
tanto interés. La fina capa ahora deja ver un texto sobre la oriundez del
poeta, León. ¿Niega su origen?
A
continuación se alternan las tachaduras con las borraduras y también se cuela
algún mensaje en caligrafía descuidada. Se interviene cierta palabra para
continuar una historia tan absurda como ligada al sujeto poético que se
construye al renunciar a la base de la que se parte. El papel se va rompiendo.
Faltan márgenes, quizá arrancados a dentelladas. Se anuncia algo, se busca un
amor; no se pierde esa comicidad, se rescatan las sílabas que forman «pera»,
varias veces, en una de las últimas páginas. El colofón antes de la cinta
aislante verde que tapa en varias cruces la contracubierta, donde se adivina la
mención a una ciudad española: «Mil gracias a las bestias que se revelaron en mi
vida».
Presten
atención a Julio Rivera. Les sorprenderá.
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