La miel de los felices (Mano Santa, 2016) es el poemario que Vicente Quirarte (Ciudad de México, 1954) publicó hace unos meses
para retomar el género literario que desde Razones
del samurai (su poesía completa, editada por la UNAM en 2000) y Zarabanda con perros amarillos (2002)
atendía como académico, antologador o mediante la narrativa, el teatro o
el artículo periodístico; textos siempre llenos de la sintaxis y el manejo de
la palabra precisa que lo hacen, ante todo, poeta.
Como es habitual en el autor de la
novela La isla tiene forma de ballena (Seix Barral, 2015) o del texto teatral Melville en Mazatlán (Ardiente Paciencia, 2015), sus obras más recientes, el eco del
acontecimiento que supone un nuevo libro de Quirarte es mínimo. Solo Gilberto
Prado Galán publica una breve nota al respecto en Milenio. Sin embargo, este nuevo trabajo que lleva a cabo
la editorial de su amigo Jorge Esquinca tiene una ventaja para la difusión del
texto: y es que está disponible en ISSUU.
Según ocurre con otros de sus libros −Teatro sobre el viento armado (1979), su
primer título, un verso de Góngora; Peces
del aire altísimo (1995), de Gorostiza; El
amor que destruye lo que inventa (1988) parte de «La isla está rodeada por
un mar tembloroso/ que algunos llaman piel», de Gilberto Owen, y de Guillermo Fernández a Francisco Hernández; Viajes alrededor de la alcoba (1993), de
Villaurrutia; Morir todos los días
(2011), de Carlos Pellicer; Fundada en el
tiempo (2014), de Rubén Bonifaz Nuño−, La
miel de los felices vuelve a homenajear desde el título a un referente del
mexicano, en este caso, Pablo Neruda. Así abre con el acápite del
chileno: «Espinas, vidrios rotos, enfermedades, llanto/ asedian noche y día la
miel de los felices/ y no sirve la torre ni el viaje ni los muros:/ la desdicha
atraviesa la paz de los dormidos» (7). Está dedicado a Ana Karen y Juan
Hermann, posibles afectados, como el poeta, de la enfermedad de un ser querido
que en el momento de la felicidad nos quita la miel de los labios para llenar
las horas de espinas, vidrios rotos... Ahora bien, el tono es
más de anhelo que de lamento. Veamos los versos iniciales: «Te descubro
conectada a la vida/ por cables no concebidos/ por Dios cuando te hizo» (9). Existe
una fuerza rítmica en su precisión léxica que se acerca y nos acerca, como
lectores, a la esperanza que habita la tragedia. Los veintitrés poemas rescatan
los elementos de la poética quirartiana: la ciudad como personaje femenino que
nos ampara (nos amamanta) y como monstruo que amenaza (nos devora), el ángel
(que es vampiro), el doppelgänger o
desdoblamiento la cosmovisión entre el cielo (padre) y la tierra (madre), los rites de passage de Arnold van Gennep
(separación, iniciación y retorno) o los animales (la ballena, el tigre); recordemos que la cubierta de La miel de
los felices la preside una abeja del Natural
History Book about Bees (1840).
Otro de los aspectos llamativos de
este nuevo libro es la presencia que sigue teniendo la poética en Quirarte; es
decir, la preocupación por explicar el oficio poético desde el mismo poema, tal
como lo estudiamos con Carmen Alemany en Artes
poéticas mexicanas (según vimos en la primera entrada de este blog). Así arranca el texto (el único con remitente
explícito) dedicado a Lourdes Mora:
Llenar la pluma fuente
es una forma de renovar la sangre.
Dar de beber al animal:
nuestra vara mosaica en baquelita
abre los propios mares
y ayuda a recorrer las horas.
[...] (17)
Por otra parte,
la intertextualidad y los guiños a las lecturas que conforman el bagaje del
poeta-académico vuelven a invitarnos a leer, por ejemplo, a Gilberto Owen: «Cien
lugares comunes, amor cándido,/ amoroso
y porfiado amor primero» (23).
La preocupación por la cópula entre ser y estar recuerda al final del poema XXV de Zarabanda...: «La obligación de estar. Acaso ser./ El milagro de
ser. Acaso estar». A diferencia de la ausencia del hermano, la amada, todavía continúa la batalla contra ese ángel terrible que es la
muerte, a favor de «la plenitud de ser y estar en el planeta» (21). Es más:
Hay muchas cosas del mundo
donde tú no estás.
Pero si no estuvieras,
esas cosas del mundo no serían (25).
El contexto
familiar conforma una vez más la escritura del dolor a la que se enfrenta quien
escribe para vencer a la blancura del
luto de la sábana «que en nombre de la vida/ cura la herida que no cierra» (41).
Las jacarandas dan color a una ventana que nos refleja. El instante de paz y de
sentido llega con la mañana, con el tradicional alba que, en los versos
finales, aluden al peatón ensimismado no en los audífonos o en teléfono, sino
en el libro que parece y resulta tabla de salvación. La escritura purga y
enseña al resto lo invisible y lo innombrable.
En las últimas líneas advertimos el
tono apocalíptico de Pacheco o Aridjis vinculado con la atrofia lectora que estudia recientemente Higashi: «Especie en extinción,/ el último lector/ sostiene
el mundo» (51). Tenemos la oportunidad, ahora, de leer a Quirarte y encontrar
la cadencia de una tradición que renueva como el aire doméstico que entra en la
sala de espera de un edificio clásico y, por ello, bello.
De Vicente Quirarte hablaremos en el V Coloquio de Poesía Mexicana Contemporánea que organiza el Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea. Quedan pocos días para que termine el plazo del envío de propuestas.
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