Aquello que al mirarnos resucita
(Calygramma / Instituto Queretano de la
Cultura y las Artes, 2012) es el poemario con el que Francisco Magaña
(Paraíso, Tabasco, 1961) postula a la historia que refleja la literatura en sí
misma.
De vez en cuando un libro
se escribe con la seguridad de que va a formar parte del canon, de que tendrá
múltiples ediciones y de que será por siempre referencia básica del devenir
poético. Otras, en cambio, un poemario se atreve a mirar lo menor, a jugar, a
proponer, a ofrecer con humildad algo distinto. Y estas son las obras que
solemos echar en falta. Así nos vemos como lectores que alguna vez, entre la poesía y
la academia, retratamos. Esto último creo que lo consigue el poeta y traductor tabasqueño.
Pese a contar con importantes
reconocimientos, como el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines en 2001,
Magaña experimenta con Aquello que al
mirarnos resucita poemas breves que, en verso y en
prosa, sostienen y focalizan el más vigente de los sentidos (contrario a lo que
dirían Gilberto Owen o Vicente Quirarte). El espejo como tema da entrada a hondas reflexiones
filosóficas desde fundacionales poetas de la tradición y, a la vez, da pie al
humor, a la crítica, a asonancias y a recursos estilísticos que no acostumbran
a copar las últimas publicaciones del género que nos interesa y que son, ahora
mismo, las que más me atraen. Comparto algunas.
En primer lugar, sorprende la
estructura de la obra: dividida en partes que cualquiera atribuiría a un ensayo
académico (Antecedentes, Justificación, Descripción, Objetivo…, Anexo II). El
poemario arranca con un pórtico, una poética, una declaración de intenciones,
titulada «Liminar»:
Escribir:
esa necesidad de duplicar
la vocación
de mirar en la página
lo que oculta la palabra (11).
El tópico de lo no
dicho que veíamos, sin ir más lejos, la semana pasada con Bla,
cambia la perspectiva al fijarse en Aquello…:
la existencia. El estado de la cuestión es simple, que no fácil. Mirar de otro
modo lo mismo, a la bonifaciana
manera, implica arrestos y respuestas al vacío. Sonidos que se ven y se van en
la página. Que coinciden casi simétricos. Esa variación es la lírica. Entre el
inicio y el fin está la vida. Entre alfa y omega, la palabra: «Entre los
dos / queda algo flotando / acaso lo que no quisiéramos ver / ocaso lo que sí»
(25). La paronomasia va de la mano de otra técnica que plasma directamente el doppelgänger, el otro diálogo: «‒¿Un espejo
ciego es la palabra ausente del ayer? / ‒La
ausencia es la palabra del espejo» (36). La ausencia de este tipo de
divagaciones que van de lo culto a lo oculto unen las corrientes estéticas que
han ido protagonizando los binomios, no tan distantes, de Octavio Paz y Jaime
Sabines o José Emilio Pacheco y Gerardo Deniz o Coral Bracho y Xitlalitl Rodríguez Mendoza. Las dos caras de la expresión, la intelectual y
la humorística (teniendo en cuenta a Hipócrates) provocan la simbiosis, por
fin, ordinaria. Forman parte del mismo prisma: «Ojos que no ven / con razón que
se siente» (55). Los sentidos se multiplican en la variación de expresiones
populares que se ligan en el siglo xxi
con mensajes publicitarios que pudo repensar Francisco Hernández, representante del poema de máscara y del desdoblamiento
que cultiva Magaña. Al veracruzano le dedica el tabasqueño uno de los últimos
poemas, «Viaje»; en tres partes, esta es la primera:
I
El tiempo acaba de pasar y deja
una sílaba, un murmullo
deja en el espacio habitante
del milagro que hizo tu abrazo
No hay nadie más: sólo nosotros
inventando (66).
Las coordenadas
espacio-temporales confluyen en endecasílabos y octosílabos que murmuran el
origen de la imagen. Esta pertenece a lo singular, en todas sus formas;
herederas de quienes, a modo de bibliografía, desde San Agustín a Rilke,
concluyen «Fragmentos a su espejo» (73-74).
No hay duda. La literatura se
proyecta en las pequeñas cosas. Consigan Aquello que al mirarnos resucita. Lean a Francisco Magaña. Yo lo hice
gracias a Conrado J. Arranz.
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