y ante el fulgor suicida de mi madre.
Diana del
Ángel,
«Caracol de tierra» (47)
Barranca
(Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018) es el reciente poemario de Diana del Ángel
(Ciudad de México, 1982): el testimonio que cual entomóloga construye con las
piezas deshabitadas, parapetos ante la realidad.
El
también poeta mexicano Iván Cruz Osorio, editor de Malpaís,
fue claro hace unos meses en Puebla; pues decía que lo más sugerente ahora mismo en
la lírica del país lo estaban haciendo las mujeres. Y señaló sin duda Barranca
como uno de los últimos libros que más lo habían zarandeado.
Las
también poetas mexicanas Andrea Rivas y Adriana Ventura se detienen de igual
manera en Barranca. En primer lugar, Rivas lo reseña en Tierra Adentro «más que como un objeto
de estudio, como un sujeto: complejo, de múltiples voces, traumas, obsesiones,
deseos y, sobre todo, con alma»; mientras que Ventura publica en Liberoamérica «La exploración del
cuerpo en dos poetas mexicanas contemporáneas». Ellas son Diana del Ángel y Julieta Gamboa: «un cuerpo cuya carne fue expuesta, pero también un cuerpo al que
se regresa para tratar de sanar con la voz».
Este
libro se abre con dos dedicatorias que explican el quiebre del despeñadero de
la madre tierra: la familia y el maestro Antonio Deltoro. De ellos surgen, de
alguna manera, las decenas de poemas que se integran en un libro estructurado
implícitamente en cuatro partes: infancia en poemas breves, un relato en prosa,
una serie de escenas de mayor aliento que configuran la identidad humana y
natural, así como un instante poético que generalmente va en forma de haiku. La
tradición se recupera mediante el extrañamiento, del que hablaba Rivas;
destacando la canción, un género que en la poesía mexicana contemporánea supone
un riesgo que con naturalidad, talento y oído por el cuerpo, pensando en
Ventura, supera del Ángel. Elementos comunes marcan el ritmo del poemario: la
hierba, la niñez, los insectos o el amor ante la violencia. La capacidad de
nombrar lo específico, la intrahistoria, explica de manera inductiva la
realidad, el presente. En ese sentido resulta autobiográfico el poema que va de
la segunda a la primera persona:
[…]
Recordé
todo lo que había oído de ti
desde
que nos perdimos en la barranca;
de
tu corazón de ajenjo; de tu hija,
para
quien elegiste el nombre de una diosa.
Me
habría gustado contarte
que
descubrí no mi nombre,
sino
mi voz,
y
que sin el dolor de la barranca
me
faltarían fuerza y palabras para decir.
Quise
nombrarte y traerte de nuevo
como
eras aquellas tardes,
pero
también he perdido tu nombre (23).
La remembranza construye al padre en su «corazón
de ajenjo» por la incapacidad de verbalizar el nombre. El tacto de la mamá y la
abuela ya está solo en la memoria de versos límpidos, claros; cuya sintaxis
recoge el dolor mediante el coloquio unipersonal a la manera hernandiana de esos
ojos, que no son ojos, sino dos hormigueros solitarios: «hay segundos de lentísima
tristeza, / como hormigueros de lágrimas» (33). La comparación fluye sin
aspavientos ni artificios que chirríen, lo cual seguramente se logra después de
un complejo y dilatado proceso de escritura del que, maduro, no se atisban los
andamios.
Ejemplo
de la maestría con la que se engarzan los textos con su hilo conductor (el
barro que nos forma) es el contraste que aparentemente existe entre la
fragilidad del sujeto poético en la brutalidad que nos golpea con «Pensamientos
de una muchacha en el Estado de México» (38) y la esperanza, la luz, que
todavía existe con el ser que fue crisálida en «Pequeña antorcha (Eueides
heliconius)»:
Hojas
doradas
tu
vuelo y mi latido
pulso
de otoño (39).
Pues sí, es cierto eso de que el vuelo de
una mariposa puede cambiar el mundo. La escritura y la lectura de este poema lo
posibilitan. La fauna y la flora se mimetizan ante la grieta. Fértiles resultan,
ahora sí, la sístole y la diástole de la imagen detenida, efímera del arte,
tras la amenaza de la caída, del paso del tiempo. El nombre latino recuerda el
origen. Se reivindica el cuerpo como contenido y no como el continente del
poema «Inoportuna», que continuará en casos como el de Jimena González en Periódico de Poesía.
En
otras ocasiones la presencia originaria se centra en símbolos como el colibrí
que dibujaba Roberto López Moreno. Diana del Ángel se vale para ello del náhuatl que tanto conoce:
«Te nombro / y tú no vienes, / chupamirto, / picaflor, / huitzitzili, /
chuparrosa, / tzintzuni; / nombres, nombres, / y ninguno te aprehende […]» (56).
Es la necesidad y el límite de la lengua. El fondo de cada término es tan rico
que apenas podemos esbozar un sentido si nos detenemos en, pongamos por caso,
el caracol que, entre otros poemas, simboliza el titulado «Cáscara»:
Caracol
vacío
nostalgia
de un cuerpo blando.
Cascarón
de aire donde mi cuerpo…
¿Dónde?
Palabras
que esperan
habitar
habitadas
esta
casa (64).
En escasos versos se establece una
conexión con el origen del término y las interpretaciones que ha tenido a lo
largo de la historia y de la literatura: un tlaconete (caracol de tierra, según
el Diccionario de mexicanismos), vinculado con la baba de infantes que gatean, según
Carlos Montemayor, con el surrealismo, para Octavio Paz, y con el canto salino
para Vicente Quirarte. Es parte de la dimensión cívica en la poesía mexicana contemporánea. Tales hilos mostrados en Barranca son
retomados por la capacidad de Diana del Ángel para transmitir y cuidar la
estructura del texto (como continente y contenido). Así lo muestra con tríadas en
el último poema, «Vestigios»: «[…] sólo el polvo será la lengua que nos llame
desde abajo» (72).
Meses
después de que lo leyera por primera vez, y de que me noqueara como a Cruz, me
viene a la memoria aquella tarde en la capital de México en que me dejé llevar
por el sur de la ciudad hasta el punto de enmudecer con la parada de metro
Barranca del Muerto. Seguramente esta anécdota nimia no tiene más punto en
común con la extraordinaria obra que el sustantivo. Ahora bien, en ambas
situaciones, en el recuerdo, en la caminata y en la lectura, confluye el
vértigo que se hace tacto del barro que suena y cuece en cada uno de los versos
de Diana del Ángel.
Ya
vimos Vasija
(2012) y Procesos de la noche (2017). Atrévanse. Aquí tienen un adelanto de Barranca. Durante el confinamiento se puede leer gratis en Tierra Adentro.
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