domingo, 20 de mayo de 2018

Procesos de la noche


Procesos de la noche (Almadía, 2017) es el libro con el que Diana del Ángel (México, 1982) cuenta el crimen y la injusticia que sufrió Julio César Mondragón Fontes, uno de los 43 de Ayotzinapa. Después de Auschwitz, ya lo decía Adorno, es difícil escribir poemas. Ahora bien, este me parece un poema de largo aliento en forma de crónica, la única manera de dar testimonio de una compleja experiencia que requiere un lenguaje transparente del que no gozan las instituciones. La literatura nombra la realidad.

            En noviembre de 2016, un jurado formado por Verónica Gerber Bicecci, Luis Felipe Fabre y Luis Jorge Boone seleccionó Procesos de la noche como proyecto ganador de la Primera Residencia Ventura + Almadía para la Creación Literaria. Por ello, Diana del Ángel pasó dos meses en Oaxaca dando forma a una obra que se gestó durante más de dos años acompañando a la familia Mondragón y a la abogada Sayuri Herrera. En el cincuentenario de la Matanza de Tlatelolco, nos avergonzamos de un Estado que maltrata a las víctimas y que oculta la legalidad. Esta experiencia la narra la autora que «intercala testimonios de amigos, compañeros y familiares en un intento por “reconstruir” el rostro de Julio César Mondragón» (19), dice Elena Poniatowska en el prólogo.
            El joven de la Escuela Normal Rural «Raúl Isidro Burgos» de Ayotzinapa que en la madrugada del 26 al 27 de septiembre de 2014 fue asesinado y desollado en la ciudad de Iguala (Guerrero) protagoniza un caso de interés internacional que simboliza el estado de violencia en el que se encuentra México. Entre las numerosas reseñas, destacan las de Iván Cruz Osorio en Casa del Tiempo o de Guillermo Espinosa Estrada en la Revista de la Universidad de México. Para Cruz, este es «un íntimo acercamiento a las entrañas de la corrupción, el raquítico alcance de los empobrecidos y poco capacitados ministerios públicos municipales y estatales, la burocracia como elemento de obstrucción de la ley, y la descarada consigna del gobierno federal para imponer su versión de los hechos»; mientras que Espinosa interpreta la fe de los cuerpos antitéticos del asesinado y del asesino.
Resulta difícil hablar de Procesos de la noche con más precisión. Nos quedamos con el feminismo, la ironía y la poética de un Estado al margen oscuro del centro, del blanco para el conflicto. A lo largo del proceso, las mujeres protagonizan un sistema que las deja de lado. «El Poder Judicial del Estado de México subvierte el viejo lema feminista –“Lo personal es político”–: ahí hacen de lo político algo personal, al establecer una relación cortejo-amorosa con “los ideales de la justicia”, en lugar de instrumentarlos» (135). Y es que, «noventa por cierto de las diligencias que ha requerido este caso han sido hecho por mujeres. Nunca falta quién pregunte: ¿Van solas?» (185). La crítica no exclama, sino que interroga la sátira de la Administración: «Los oficios al aire libre harían pensar en una escenificación extrema de la transparencia gubernamental, pero la razón es que no tienen archiveros para acomodarlos» (38). Los detalles vertebran una descripción que en numerosos casos se encuentra con el silencio o la decepción, pero nunca con el fracaso. Aunque las voces que se van recopilando aparecen en cursiva, el discurso de la poeta se contagia de la irrefrenable vacuidad repetitiva: «no dejó de enfatizar que ya no tenía el expediente y que entonces no podía darnos las fotos, porque el expediente ya no estaba con ellos y entonces no tenían nada que darnos porque el expediente se lo llevaron a otro lado y entonces allí ya no tenían nada […]» (43). El sujeto va haciendo frente a «Tres exhortos, tres distintos estados de la República, tres tristes viajes, tres tristes juzgados, tres tristes trabas» (129). Asimismo, las imágenes van simbolizando la desolación y la esperanza: «Yo pienso en la leyenda nahua que dice que el colibrí es el alma de los guerreros caídos, que acompañan al sol del amanecer al cenit. Hace unos meses Marisa se tatuó en uno de sus brazos el nombre de su hija Melisa. Un nombre sobre su piel, un colibrí sobre su piel: huellas» (188).
Las voces que convivieron con Julio César y la de Diana (es decir, los 22 testimonios llamados «Rostro» y las 22 crónicas de títulos ilustrativos) suman una cara más a las 43 de Ayotzinapa. Esa claridad, esa higiene del lenguaje (ajeno, como cualquier discurso, a la objetividad), la sitúan en la crónica y no en la poesía: «No hubiera sido oportuno hacer metáfora o dar cauce al discurso lírico –fácilmente hubiera tendido a lo panfletario o cursi– de ahí mi elección por un discurso preciso y pulcro», tal como lo expresa Diana del Ángel a Javier Perucho en una completa entrevista para La Jornada Semanal; mientras que a Mónica Maristain, de Sin Embargo, le reconoce que «La burocracia es violencia».


            Diana del Ángel es una poeta que investiga. Así lo advertimos en el trabajo que lleva a cabo en el Seminario de Investigación enPoesía Mexicana Contemporánea. Además, podemos leerla en su poemario Vasija (2013), así como en Tierra Adentro o Círculo de Poesía. A la manera de Sara Uribe en Antígona González y no a la de Mario Bojórquez y su Memorial de AyotzinapaProcesos de la noche demuestra que se puede hablar de la tragedia sin dramatismos, que la reivindicación aún cabe en la literatura y que el compromiso es tan necesario como urgente.



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