seremos piedras resonantes, cargadas
de agua (229).
También la noche es claridad (1984-2015) (Fondo Editorial del
Estado de México / Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México, 2016)
es una cuidada selección poética de Félix Suárez (Ixtlahuaca, Estado
de México, 1961) en orden inverso desde sus poemas recientes a La mordedura
del caimán (1984). La bella edición (se nota que el poeta es editor)
termina con un CD en que el ritmo clásico se acentúa en alejandrinos que
encabalga el mexicano.
El
SIPMC estudia el
presente de la lírica por la necesidad de partir del ahora para repasar, como Poesía
en movimiento, lo que se lee en la tradición desde lo contemporáneo. Por
eso destaco que dicho trabajo arranque de algunos poemas recientes para llegar,
como su ascenso a las raíces, al oxímoron con que a cava.
La
letra perfora la tierra, el cuerpo, la escritura. De ello dan cuenta la revista
Marcapiel, Círculo de Poesía (en más de una ocasión), Poetas Siglo XXI o La Otra,
de la que recogemos al final un video de su participación en el Festival Internacional
de Poesía de Bogotá.
Conocí a Félix Suárez gracias
a Gabriela Aguilar y Blanca Aurora Mondragón (que también comparte en el FOEM su obra, pero esta vez narrativa). Recuerdo que, como apunta Hernán Lavín Cerda en el prólogo, Félix
Suárez es un poeta de los pies a la cabeza (que entonces rememoro con un
sombrero como base de su planta). Esta crece por el dolor y la otredad,
recordando a Kierkegaard, quien inaugura el epígrafe inicial junto a Marco Antonio
Campos; autor de la contracubierta que dedica al «fino artífice del poema breve».
Un segundo prólogo lo firma
Porfirio Hernández a tenor de la herencia que renueva un poeta que comparte con
Quirarte el amor en la limpidez del verso. Hernández entrevistó a Suárez
recientemente en Cadena Política. Los méritos con los que empieza la nota –«El 27 de octubre de
2017, [...] recibió el prestigiado Premio de Literatura “José Fuentes Mares”
por También la noche es claridad [...] y galardones nacionales de enorme
relevancia (por ejemplo, la Presea Estado de México “Sor Juana Inés de la
Cruz”, el Premio Nacional de Poesía Joven “Elías Nandino” y el Premio
Internacional de Poesía “Jaime Sabines”) por la alta calidad de su obra»– dan
paso a respuestas como esta: «la poesía vino casi siempre de la mano de la
melancolía».
Antes, Antonio Cajero
Vázquez reseñó la antología en la Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México (2009), siguiendo la
edición de Praxis hace ahora diez años: «la antología que publica como celebración
de sus 25 años de poeta –mejor dicho, de la publicación de su primer poemario, La
mordedura del caimán– no es más que la piedra de toque de un largo
experimento que ha ido de la reescritura (como se desprende del palimpsesto de
cada nueva edición) a la decantación, por no emplear el término corriente de
supresión: de versos, de tiradas o de poemas enteros a lo largo de un cuarto de
siglo» (146). De tal modo, Cajero Vázquez destaca, desde su primera lectura
entonces hace diez años (ahora, veinte), la capacidad del mexiquense por renovar
la tradición grecolatina que estudia Carmen Alemany Bay a propósito, por ejemplo, de los epigramas; así como el polvo: elemento existencial que apuntábamos con Gabriela Turner Saad.
De las palabras de Lavín,
Hernández, Cajero y Alemany se advierte la presencia que tienen referentes para
la poesía como Jorge Teillier, Luis Cernuda, Rubén Bonifaz Nuño o Ernesto
Cardenal. Existe, además, por el juicio de Hernández, una precisión oriental con
la que convive la tradición mexicana: desde el Kokoro, equilibrio y unidad
entre la mente, el cuerpo y el espíritu, razón y pasión, entre lo apolíneo y lo
dionisiaco.
Los seis libros que
integran También la noche es claridad (Poemas recientes, El amor
incluso [2011], Legiones [2004], En señal del cuerpo [1998], Peleas
[1988], Río subterráneo [1991] y La mordedura del caimán [1984])
arrancan con textos tan breves (que en la voz de Suárez semejan, más que versos
partidos: un aforismo, hibridez genérica) como «Spoon River»: «A solas / con mi
corazón / estuve / en medio / de la noche inmensa» (34).
La paranomasia
villaurrutiana de «Abrasados» (43; «abrazados» en la página 220) se enriquece
por el seseo un par de veces a lo largo del libro. Este juego verbal se combina
con la alegoría de los elementos naturales, hallazgo del Eclesiastés.
Cual tópico manriqueño invierte el curso de los ríos, del agua, para «Reconvenir»
(61). Asimismo, parodia el uso de las antologías desde la misma antología. Dice
el poema que dirige al abogado y escritor romano, «Antología»:
En efecto, Gelio, he
vivido fuera,
fuera del orden, de la
norma, de los lábiles
favores del senado,
y ahora también sin
remedio,
fuera de tu antología.
Es natural, Gelio: no
acudo a tus fiestas,
no me ves en tus lecturas
ni me siento a conjurar
con tus amigos en las plazas.
Con justa razón entonces,
Gelio,
puedes decir de mí que no
existo (87).
La sátira del hecho de antologizar
continúa en nuestros días, según el número que coordinan Eva Castañeda y Alejandro Higashi en la revista Signos Literarios. Los textos de este mismo
libro de Legiones terminan con «Céfiros» (112), pista para la nostalgia
que en la poesía mexicana (y en forma nuevamente de «perro amarillo») parece resonar
desde Cernuda.
Seguidamente
el cuerpo, el coito y el deseo de poemas eróticos continúan en nocturnos; de
nuevo en la «Melancolía»:
Cruje
la hojarasca.
Y
el polvo,
removido,
se
estremece
humildemente
mientras
pasa
(195).
La fijación de Suárez se antoja reescribir
sus lecturas, dialogar con obras como la de Octavio Paz, en el acápite de «Calamar»;
y, de algún modo, también en los primeros versos: «Se niega el calamar, / riega
su tinta, / empaña el agua, / oscurece la llama / mientras huye» (203). Solo el
río subterráneo parece colarse en el revés de la cronología, cual «Cocina para
solitarios»; ejemplo de la poética que se puede desarrollar a propósito de la gastronomía.
Terminamos
con la idea quirartiana (y esta, quizá, de Owen) del ascenso que existe en todo
descenso. Esta parte del final, que fue el inicio de Suárez, llamada «Descenso» comienza con un verso de Miguel Hernández. «Nadie me salvará de este naufragio»;
y también, seguramente, está presente el oriolano en la dedicatoria de trazo
espigado y elegante, en las «aladas» (almas de las rosas) palabras.
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