Cincinnati. Historia personal (Cuadrivio / Secretaría de Cultura, 2018)
es un poemario en el que Manuel Iris (Campeche, 1983) da unidad a textos que ha escrito durante diez años
en la ciudad que ya lo habita. El amor, el deseo, la distancia, el paso del
tiempo, la escritura o la familia conviven no tan lejos de México con el sonido
de versos que armonizan la blancura.
Este
libro ha recibido numerosos comentarios, pues resulta inaudito en un país donde
quizá se abusa de experimentos que no se sostienen por desconocimiento de una tradición
y de un atrevimiento que también se da tanto en la palabra como en el lenguaje
no verbal. Una de las reseñas más reveladoras es la de Jorge Fernández Granados,
quien permea la poética
de Iris. Dice, en Latin American Literature Today:
Este
libro es, ante todo, una íntima reflexión en torno a lo propio y lo ajeno, un
recuento por demás sincero sobre los hechos que, voluntaria o
involuntariamente, van construyendo la identidad.
[...]
Si
algo nos revelan desde el principio estos poemas es que somos quienes somos,
quizás antes o por encima de la distancia que antepongamos a nuestro origen,
por algo que nos acompaña permanentemente como una sombra; o, mejor dicho, algo
que no podemos dejar de ser aunque nos alejemos.
Esa máxima que presenta Fernández Granados
al partir de los tópicos de los libros de viajes, para negarlos, radica en la
cercanía que el sujeto poético tiene consigo mismo y con el resto. Con
Fernández Granados y Jorge Aguilera López presentó
Manuel Iris esta publicación de Cuadrivio. Leyendo dicha reseña ya se siente buena
parte de los sentimientos que transmite Cincinnati. Historia personal; sin
embargo, en cada acto de leer se destaca la frescura que paradójicamente logra
con la clásica cadencia que el mismo Iris reconoce de Granados a propósito de la infancia en el libro que coordina Jocelyn Martínez Elizalde, De vuelta a Xihualpa: Lecturas críticas a la obra de Jorge Fernández Granados (2019). Cuando todo el mundo grita (lo veíamos con Óscar David López) callar es lo que sorprende.
Para
Ricardo E. Tatto en Soma:
«no sólo seduce, sino que embelesa, pero sin llegar a edulcorarnos como otros
tantos artífices del verso». Ese es el riesgo: hablar bien del amor. Por su
parte, Rosely E. Quijano León en Por Esto! señala «una voz poética muy libre y muy auténtica, una voz que lo
mismo expresa la tesitura del amor y el desamor, como de temas sociales y
políticos en una interesante conjugación entre prosa poética y poemas que
aluden finalmente a la belleza». En este sentido, Adriana Ventura destaca en La Santa Crítica: «Un poeta que testifica sus desdoblamientos a través de
poemas en donde la fragmentación hace de quien escribe un ser reconstruido,
fuerte».
Y
a todo esto, ¿qué dice el poeta? Marcos Daniel Aguilar lo entrevistó en Crónica, donde
reconoce que «los poemas expresan lo que se ve, pero mis poemas no buscan
explicar la realidad. Y estos vacíos, estas ausencias son quizá la ausencia de
la explicación».
Este
libro expresa la ciudad que habita a una persona. Resultan fundamentales
entonces las palabras iniciales, «Habitado por la ciudad», y la dedicatoria, «Para
todas las personas / habitadas por ciudades» (10). En el sentido que
le da Vicente Quirarte al espacio urbano en la dimensión cívica que estudiamos, la casa
es una ciudad pequeña (según el arquitecto Leon Battista Alberti), y esta, la
casa, un cuerpo, femenino. Lo muestra la segunda parte del poema «Itinerante»:
Mi
casa llega iluminando un cuarto
que
nunca será nuestro
y
se recuesta y abre, delicada
cada
una de sus antesalas.
Su
cadera, si volteada
son
balcones.
Su
cuello
es
una larga escalinata
del
silencio al grito (15).
Los versos iniciales van en cursiva porque
en la parte anterior aparecían, entonces, con redondillas. Son parte de una intertextualidad
del propio sujeto poético que se mueve en el tiempo y en el espacio para permanecer
como la hoja de su poética que destaca Fernández Granados.
Aunque
el lenguaje, según lo apuntaban las reseñas anteriores, es límpido, claro, casi
sencillo, existe un arduo proceso para que se escuche con nitidez también en
nuestra memoria. Se logra por heptasílabos y endecasílabos (antes, en cursiva) a
la manera del mencionado fray Luis de León como epígrafe de «[La vecina
ideal...]» (21): «El aire se serena / y viste de hermosura y luz
no usada». La aliteración del aire que se serena al repetir suavemente la
vibrante dará un verso de Manuel Iris como líquidas en «lento aletea el aliento
de la nieve» (35).
Se
juega con otras sensaciones como la luz y sus reflejos, también desde el tacto,
sin olvidar el oído; los sentidos, sin duda, de la poesía. Como ocurría con Los disfraces del fuego (2015) y la música de Arvo Pärt, este libro te empuja a que lo leas en voz alta, a poseer los versos,
como se pide en «Retrato que te pide» (19), escuchando «Since I´ve Been Loving You» de Led Zeppelin. Y en este poema intuyo por qué la colección de Cuadrivio
en la que se publica Cincinnati se llama «Poesía visual» (4):
Su
cuello sabe a abismo
a
vértigo
a
caerse
sabe
(19)
El sangrado de los versos, breves, hace
que se distribuyan en la página cual acordes, es decir, trastes de la guitarra-cuerpo
de mujer que toca la melodía con la armonía de fondo, recuperando además los
elementos de la casa como ciudad pequeña y anatomía femenina. Los sonidos entre
cuerpos marcan el hueco que antes mencionaba el propio poeta, el vacío de
sinestesias en la nieve con metáforas casi lorquianas en la prosa de «[La
primera vez]»: «Tenía la voz de una mujer descalza» (28). ¿Qué voz tiene
una mujer descalza? Una callada por el frío que siente al pisar cálidamente por
vez primera la nieve. Esa figura se acerca a las acotaciones de «Son»: «tan sin
dolerte» (22). Guarda postales y espejismos con la sintaxis.
También
recuerda a Quirarte y su poema «[Una mujer y un hombre...]» en Puerta del verano (1982), el inicio del
poema de Iris «[Una mujer y un hombre]» (25). Escribir del amor siempre
es difícil. Para ello hacía uso algunas veces del humor Jaime Sabines. En esta
ocasión el poeta yucateco no recurre a él. La solemnidad de la pasión se
sostiene por lo cotidiano. Lo doméstico no necesita equilibrar un tema
tradicionalmente ajeno a la política, al compromiso, que va mostrando en textos
que se fechan y se acercan al día en que Donald Trump es elegido presidente.
Ese
hueco, esa falta, como la belleza a la que se refiere Eduardo Lizalde en ciertas estatuas, es la que llama la atención en el poema «Homeless»,
cuya segunda estrofa nos hace pensar en un rastro: «Opaca, desdentada blancura
/ a la mitad del rostro / va burlando / el rostro de la nieve» (37). Tamaño
extrañamiento desde los detalles se logra especialmente en los finales, como el
poema de la primera parte, «Ventana»: «En su muñón, en el vacío del ojo / se ha
atorado inútil, fría / la belleza» (37).
Después
de este marco que es doble frontera (dentro y fuera), vienen secciones más
breves y heterogéneas: «Nueva nieve» y «Poemas escritos en Ludlow Avenue».
Siempre se dan el equilibrio y la honestidad en Manuel Iris. Y, como se
mencionaba, un acercamiento político en los últimos años; lo cual permitiría
leer a la luz del Raúl Zurita de los ochenta en el cielo de Nueva York, el del mexicano «Poema
escrito en el cielo que busca que pocas horas después cruzarán los misiles
nucleares» (53-55).
El
que concluye el libro (57) me estremece desde que lo leí en Tierra Adentro.
No se lo pierdan. El poeta laureado de Cincinnati en 2017, Manuel Iris, sería
la solución para la polémica que existe con la poesía en España: entre versos
efectistas que no van más allá del amor adolescente y disquisiciones que nadie
lee y pocos entienden, él lograría unir las dos tradiciones que también han dividido
a México en el siglo pasado con Efraín Huerta y Octavio Paz o, más
recientemente, con José Emilio Pacheco y Gerardo Deniz. A Iris se le entiende y toca los temas con una profundidad que
aclara las abstracciones a las que pocos poetas terminan llegando.
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