domingo, 17 de enero de 2021

Decir otro lugar

 

Decir otro lugar (Elefanta Editorial, 2019) es el poemario de Eva Castañeda (Ciudad de México, 1981) que no deja de motivar comentarios, lecturas y relaciones de la literatura con el contexto de violencia que vivimos y que ella tan bien conoce como académica.



            Tras sus libros Nada se pierde (VersodestierrO, 2012) y La imaginación herida (Trajín, 2018) logra ritmo, ironía y crítica (desde el mismo poema) con textos en los que no se ve en la obligación de supeditar la estética al verso para proponer una nueva lírica de lo aparentemente banal. Ahí, en la periferia del yo, en las voces y los hechos y las historias que colindan con nosotros, en plural, cual deíxis, cabe la empatía sin aspavientos ni estridencias; sino como reclamo natural.

            Según Macarena de Arrigunaga en su reseña, «De cuerpos presentes», del Periódico de Poesía: «La voz que enuncia pone en duda el yo como principio de identidad y se coloca en una herida que trasciende la voz individual para enunciar un yo colectivo, un cuerpo en desplazamiento constante hacia el otro que se extiende, se ofrece al tacto y a la posibilidad del encuentro».

            Así pues, el tradicional sujeto lírico queda replanteado en estos, por lo general, poemas breves en prosa, sin título, que conforman las teselas que diseña Tres laboratorio visual. Se puede ligar así esta nueva publicación con su anterior libro. Existe un hilo conductor: el solapamiento de la realidad y la imaginación; ambas, heridas. El epígrafe inicial, de Nona Fernández, «No hay distancia de rescate posible en este ejercicio. / Ni mi imaginación desbocada puede contra eso» (7).

            A la manera de los últimos trabajos de Sara Uribe, Eva Castañeda construye un sujeto que deconstruye la lírica hasta replantear los mecanismos, la forma, del texto, como poética. Va entonces de la primera persona, para nada confesional o melodramática, a la segunda, apelativa y al plural; por tanto, en un tránsito inductivo.

            El vomitorio de la memoria que diría Raquel López Sánchez sobre Raúl Zurita (presente en estas páginas, sin duda) da otro lugar al conflicto. La acción nimia de tronarse los dedos. La falta grave. La ausencia de sujeto en uno de los primeros poemas en prosa:

 

Recuerda, acude todo el tiempo a la memoria, revuelve. Busca en ella. El tiempo se llena de cualquier cosa: una pizca de sal, una canción, tronarse los dedos. También la caída de los cuerpos, su desplome y esta indolencia frente al agravio (19).

 

Cada uno, me parece, puede ser leído como un texto autónomo; pestañeo ante la incredulidad, letargo del que mira otro lugar y no el suyo. Enmudece.

            Más adelante, la serie que comienza con «Contamos historias y no empiezan con Había una vez» fluye sin signos de puntuación. La sintaxis se agolpa. El silencio, el punto final, tras ella, y antes que la próxima, evidencia el vacío, el hueco, el no aquí de la palabra esta. Contra el yo solipsista, las voces se acumulan y fluyen. Tal me parece el logro de este libro: las emociones ante la barbarie se suceden siendo político el discurso que no busca serlo, sino ocupar otro lugar; el del espacio que no tenemos, el del tiempo que falta cuando ya pasó y no se pudo.

            El objetivo no se encuentra fuera, lejos, exótico. Radica aquí, en el lenguaje, el habla:

 

No eran las luces en el cielo, no lo que estallaba o aquellos barcos que se hundían. No un misil con sus cientos de cabezas. Nada de eso, no. Era la armonía de lo cotidiano, la ternura de lo mismo. Eran las cosas quietísimas y aquellas que se revuelcan en un marasmo de complicación. Todo eso y, además, nosotros frágiles que hasta en la calma nos desvanecíamos (49).

 

En la tercera parte (aunque dichas secciones no vienen marcadas más que con epígrafes iniciales de Inger Christensen, Miyó Vestrini, Diamela Eltit, Anne Sexton o Tamara Gayol Massimi; estos sí, en verso), las voces se concentran en el monólogo negado. Contundente, el tono certifica la urgencia de un nosotros, surgido de la singularidad que cabe en el poema.

            Por último, ante la pérdida, el esquivado abandono, la vírgula suspensiva que utilizaría Juan Gelman confiere un ritmo mayor, frenético incluso, en la obra que crece ante la desaparición. «Cuéntame» comienza, al final, introduciendo discursos más extensos con acento distópico. El desplazamiento tiene efecto. Cabe todavía, incluso, el humor: «[...] Puedo pronunciar tú y yo mientras las cuentas corren y alienación se convierte en una marca de ropa. No vamos a desmoronarnos porque otra vez hay toque de queda en la ciudad. Vamos a esperar a que la noche pase y tanta prohibición desaparezca [...]» (78).

            El cuerpo termina como lugar, conjetura que se crea con Karl Marx, con mayor hondura que la mostrada por Vicente Quirarte en sus referencias a la historia del filósofo alemán, a Jenny von Westphalen y sus aledaños; también, cuerpos.

De todas las presentaciones, pienso que la más dinámica y cercana a lo que supone la lectura de Decir otro lugar resulta la que llevó a cabo con Arístides Luis en la Feria Universitaria del Libro de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo o en la Librería El Sótano con Elisa Díaz Castelo (de quien hablaremos la próxima semana):

 

 


 

            Eva Castañeda con merecimiento ocupa ya buena parte de las mesas de lectura, de crítica, de debate; tanto nacionales como internacionales. Su labor bebe directamente de lo que lee, que no es poco, de lo que trabaja como investigadora. En la actualidad labora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y en el CIELA Fraguas. No dejen de leerla. Podemos hacerlo en las múltiples notas que, entre otras, se han sucedido en los últimos meses: con Mónica Maristain, con Adrián Flores, Aristegui Noticias, Contigo en la distancia, Noticias 22 Digital, Milenio, La Jornada, Hablemos escritoras o Literal Magazine. También es posible escuchar a la misma autora en el audiolibro de Decir otro lugar.

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