Decir otro lugar (Elefanta Editorial, 2019) es el poemario de Eva Castañeda (Ciudad de México, 1981) que no deja de motivar comentarios, lecturas y relaciones de la literatura con el contexto de violencia que vivimos y que ella tan bien conoce como académica.
Tras sus libros Nada se pierde (VersodestierrO, 2012) y La imaginación herida (Trajín, 2018) logra ritmo, ironía y crítica (desde
el mismo poema) con textos en los que no se ve en la obligación de supeditar la
estética al verso para proponer una nueva lírica de lo aparentemente banal.
Ahí, en la periferia del yo, en las voces y los hechos y las historias que
colindan con nosotros, en plural, cual deíxis, cabe la empatía sin aspavientos
ni estridencias; sino como reclamo natural.
Según Macarena de Arrigunaga en su
reseña, «De cuerpos presentes», del Periódico de Poesía: «La voz que enuncia pone en duda el yo como principio de
identidad y se coloca en una herida que trasciende la voz individual para
enunciar un yo colectivo, un cuerpo en desplazamiento constante hacia el
otro que se extiende, se ofrece al tacto y a la posibilidad del encuentro».
Así pues, el tradicional sujeto
lírico queda replanteado en estos, por lo general, poemas breves en prosa, sin
título, que conforman las teselas que diseña Tres laboratorio visual. Se puede ligar así esta nueva publicación con su anterior libro. Existe un hilo
conductor: el solapamiento de la realidad y la imaginación; ambas, heridas. El
epígrafe inicial, de Nona Fernández, «No hay distancia de rescate posible en
este ejercicio. / Ni mi imaginación desbocada puede contra eso» (7).
A la manera de los últimos trabajos
de Sara Uribe, Eva Castañeda construye un sujeto que deconstruye la lírica hasta
replantear los mecanismos, la forma, del texto, como poética. Va entonces de la
primera persona, para nada confesional o melodramática, a la segunda, apelativa
y al plural; por tanto, en un tránsito inductivo.
El vomitorio de la memoria que diría
Raquel López Sánchez sobre Raúl Zurita (presente en estas páginas, sin
duda) da otro lugar al conflicto. La acción nimia de tronarse los dedos. La
falta grave. La ausencia de sujeto en uno de los primeros poemas en prosa:
Recuerda, acude todo
el tiempo a la memoria, revuelve. Busca en ella. El tiempo se llena de
cualquier cosa: una pizca de sal, una canción, tronarse los dedos. También la
caída de los cuerpos, su desplome y esta indolencia frente al agravio (19).
Cada
uno, me parece, puede ser leído como un texto autónomo; pestañeo ante la incredulidad,
letargo del que mira otro lugar y no el suyo. Enmudece.
Más adelante, la serie que comienza con
«Contamos historias y no empiezan con Había una vez» fluye sin signos de
puntuación. La sintaxis se agolpa. El silencio, el punto final, tras ella, y
antes que la próxima, evidencia el vacío, el hueco, el no aquí de la palabra
esta. Contra el yo solipsista, las voces se acumulan y fluyen. Tal me
parece el logro de este libro: las emociones ante la barbarie se suceden siendo
político el discurso que no busca serlo, sino ocupar otro lugar; el del espacio
que no tenemos, el del tiempo que falta cuando ya pasó y no se pudo.
El objetivo no se encuentra fuera,
lejos, exótico. Radica aquí, en el lenguaje, el habla:
No eran las luces
en el cielo, no lo que estallaba o aquellos barcos que se hundían. No un misil
con sus cientos de cabezas. Nada de eso, no. Era la armonía de lo cotidiano, la
ternura de lo mismo. Eran las cosas quietísimas y aquellas que se revuelcan en
un marasmo de complicación. Todo eso y, además, nosotros frágiles que hasta en
la calma nos desvanecíamos (49).
En
la tercera parte (aunque dichas secciones no vienen marcadas más que con
epígrafes iniciales de Inger Christensen, Miyó Vestrini, Diamela Eltit, Anne
Sexton o Tamara Gayol Massimi; estos sí, en verso), las voces se concentran en
el monólogo negado. Contundente, el tono certifica la urgencia de un nosotros,
surgido de la singularidad que cabe en el poema.
Por último, ante la pérdida, el
esquivado abandono, la vírgula suspensiva que utilizaría Juan Gelman confiere
un ritmo mayor, frenético incluso, en la obra que crece ante la desaparición. «Cuéntame»
comienza, al final, introduciendo discursos más extensos con acento distópico.
El desplazamiento tiene efecto. Cabe todavía, incluso, el humor: «[...] Puedo
pronunciar tú y yo mientras las cuentas corren y alienación se convierte en una
marca de ropa. No vamos a desmoronarnos porque otra vez hay toque de queda en
la ciudad. Vamos a esperar a que la noche pase y tanta prohibición desaparezca [...]»
(78).
El cuerpo termina como lugar, conjetura
que se crea con Karl Marx, con mayor hondura que la mostrada por Vicente Quirarte en sus referencias a la historia del filósofo alemán, a Jenny von
Westphalen y sus aledaños; también, cuerpos.
De todas las presentaciones, pienso que la
más dinámica y cercana a lo que supone la lectura de Decir otro lugar
resulta la que llevó a cabo con Arístides Luis en la Feria Universitaria del Libro de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo
o en la Librería El Sótano con Elisa Díaz Castelo (de quien hablaremos la próxima semana):
Eva Castañeda con merecimiento ocupa ya buena parte de las mesas de lectura, de
crítica, de debate; tanto nacionales como internacionales. Su labor bebe
directamente de lo que lee, que no es poco, de lo que trabaja como
investigadora. En la actualidad labora en la Facultad de Filosofía y Letras de
la UNAM y en el CIELA Fraguas. No dejen de leerla. Podemos hacerlo en las
múltiples notas que, entre otras, se han sucedido en los últimos meses: con Mónica Maristain, con Adrián Flores, Aristegui Noticias, Contigo en la distancia, Noticias 22 Digital, Milenio,
La Jornada, Hablemos escritoras o Literal Magazine. También es posible escuchar a la misma autora en el
audiolibro de Decir otro lugar.
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