domingo, 15 de septiembre de 2019

La imaginación herida


¿Cómo contar el horror vivido?
¿Qué se recuerda?
¿Qué se olvida?

Eva Castañeda (16)

La imaginación herida (Trajín, 2018) es el reciente poemario de Eva Castañeda (Ciudad de México, 1981): una serie de escenas creadas y relatadas donde la ficción y la realidad quedan impregnadas por la violencia del día que nos caracteriza como sociedad desde tiempos ha.

            La sutileza casi imperceptible del conflicto que vivimos en la intrahistoria, a la manera de Coral Bracho en Marfa, Texas (2015), es la que configura de igual modo Una violencia sencilla (2017) de Lorena Huitrón, reseñado precisamente por Eva Castañeda en Latin American Literature Today. En dicha tónica, como vimos la semana pasada con Barranca (2018) de Diana del Ángel, existe una lírica que reivindica la libertad desde la coloquialidad del verso. En este caso el monólogo recuerda, retrata e imagina con la finalidad de conectar con quien lee y establecer una pauta, una urgencia, una verbalización del horror.
            La experiencia posdoctoral a propósito de Chile de la poeta y académica mexicana, especialista en lo coloquial, parece motivar esta obra, tal como se describe en la nota al pie: «El título de esta plaquette ha sido tomado del homenaje que Josefa Ruiz-Tagle le escribe a su padre Eugenio Ruiz-Tagle, desaparecido y torturado durante la dictadura chilena y a la agrupación de familiares de ejecutados políticos» (3), tras epígrafes de la propia Josefa Ruiz-Tagle, Edmundo Gómez M. y Raúl Zurita. Estamos entonces ante un sugerente caso de la obra poética que nace a la vez que se investiga.
            Nefando.
            Lo inefable circula desde el primero al último de los poemas. El propósito de escribir es casi tan importante como lo escrito. De ahí que La imaginación herida arranque con un mínimo aviso entre corchetes –«[Me gustaría que aquí existieran poemas, / sin embargo, por ahora sólo veo preguntas]» (4)– que va de la mano del último título: «Me gustaría que aquí existiera un poema, sin embargo, por ahora, no lo veo» (19). Se cuestiona lo poético mediante fragmentos de Néstor Perlongher y «Diversas notas periodísticas sobre violencia, desaparecidos y torturados en México y en América Latina» (19), además de los ya citados Ruiz-Tagle y Zurita, como se aclara al final. Pero detengámonos en algunos poemas que hasta entonces se suceden:

El primer paso es quitarles la piel.
Se colocan directos al fuego hasta parecer quemados.
Se ponen dentro de una bolsa por una media hora.
Luego se procede a rasparlos para retirar otra capa de piel.
Se hace un corte longitudinal para extraer las venas.
Por último, escurrir los chiles y rellenarlos de queso (6).

Cuando leí este poema, «Por todas partes», en el avance que salió en Letralia, un año antes de su publicación en La imaginación herida, no comprendí la fuerza con la que se asociaba la gastronomía, la automaticidad del día a día a la hora de cocinar unos chiles, con la ofensiva de los cuerpos que estamos sufriendo como sociedad. La violencia está impregnada de tal modo que velaba exactamente eso, la herida al imaginar un acto que tenía que ver con algo totalmente ajeno a lo que realmente cuenta. Pasé entonces de la «Cata literaria» que forma parte de Bitácora de vuelos a replantearme qué dice un poema y, especialmente, cómo lo dice. Ahí se produce uno de los extrañamientos más bruscos que he sentido últimamente leyendo. Imaginen si no la primera estrofa (ocultando el último verso). Algo tan natural como escurrir el vegetal y rellenarlo de queso cambia totalmente la interpretación que estábamos dándole a un poema cuyo título nos llevaba a pensar en lo que está ocurriendo «Por todas partes». El raciocinio de lo cotidiano nos lleva a buscar como Antígona González de Sara Uribe y entonces se quiebra la sintaxis (a la manera de Lorena Huitrón o Yolanda Segura, según veremos próximamente) en «Este País»: «Una casa. / Este país es una casa / habitada por los que no / y nunca y no, / los que sólo el ruido / de monedas acompaña» (7). Castañeda logra tratar un tema tan ofensivo mediante el humor. Son agudos mecanismos discursivos los que dejan entrever la sarna de la sorna. Ese me parece uno de los grandes méritos. 
            Lo que tradicionalmente hemos entendido como poesía social sigue el curso de lo que con Vicente Quirarte denominamos dimensión cívica; es decir, la revolución será intelectual. Desde el arte quedarán expuestas los modos del decir. Así termina el poema de Castañeda «Para una mejor comprensión de la historia»: «Es que la historia ya no es lineal / y lo subversivo está más en pensar que en hacer» (8). Me pregunto entonces por la proximidad que tienen Chile y México. Pese a que este último no sufrió una dictadura como tal, la verbalización sigue las mismas fases o pasos que veíamos con Zurita a tenor del 68 y el 73.
            La prosa genera un texto híbrido que en todo momento refleja la voz en primera persona. Es la conciencia que directamente nos identifica como parte indispensable del todo. Nos toca la línea inicial del texto «Sobre lo anodino y no»: «Estaba pensando en ti y voy a contarte algo» (10). La negación soporta la caja (la transitividad del verbo aquí provoca la ambigüedad). Cadáveres y relaciones intrafamiliares, pero la vida al cabo, se mide en tales receptáculos. De Rosario Loperena a Diana Garza Islas: «Una caja no es un cuadrado, es un museo portátil, también un altar móvil» (12). El lenguaje también es un envase. La imaginación no, pero está herida. La violencia permea en ella.
            Los inicios de cada poema plantean una serie de cuestiones que se van desarrollando, matizando y contradiciendo a lo largo del texto con la obligada atención de quien lee. De esta manera se logra una comunicación que concluye con cierres más cercanos a otros géneros, por lo habitual, lejos de la lírica. En la «La palabra desaparecido», por ejemplo, el inicio es una reticencia. Los tres puntos entre corchetes muestran que el texto que viene a continuación es la parte de otro anterior que no vemos, pero podemos imaginar. En cualquier caso, lo leemos como un ensayo, como una nota incluso periodística que describe el país que nos ocupa.
            La clave de todo esto, diría Castañeda, se encuentra en el final del poema «In Memoriam (He tomado tus palabras prestadas)». Parece dar entonces una respuesta a los interrogantes con lo que encabezábamos esta nota: «Imaginaste sus rostros y sus nombres. / Tu imaginación herida una vez, otra vez, muchas veces. / La imaginación de la violencia desborda, por mucho, al lenguaje. // Aquí estamos» (17). Estamos ante la imaginación de la pérdida, ante escenas visuales del estado anímico de un colectivo en boca de una persona que piensa. Es un hecho.
            La poética que Eva Castañeda dejaba patente en Nada se pierde (2012) avanza de la recóndita cotidianeidad a la constante y en ocasiones irreconocible negación de la realidad que nos queda por imaginar con tamaña violencia.

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