Indóciles
(Universidad Autónoma del Estado de México, 2020) es un poemario de Maira Colín (Ciudad de México,
1978) sobre la esquizofrenia que es posible trazar desde la tradición literaria que tan bien conoce la autora hasta el el contexto crítico que vivimos y que conocemos quienes la leemos.
Mereció Mención Honorífica en el 14º
Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada con un jurado que
integraron Silvia Pratt, Eva Castañeda y Odette Alonso; quienes, según la Presentación del libro, reconocen que la autora «poetiza
la vida disruptiva de otros escritores, como Oscar Wilde, Blanca Varela y Anne
Sexton, en torno a los cuales su voz lírica desborda empatía y compasión» (9).
Otras referencias como Federico
García Lorca o Jaime Gil de Biedma integran la serie de poetas indóciles,
podemos pensar: difíciles de domeñar con la palabra, pese al nutritivo
ejercicio que supone homenajear a tales figuras con la poética como hilo
conductor. En la tercera parte, en «Notas», se explicita el uso que se hace de
las posibles influencias literarias de Colín. Antes, en dos partes (la que da título
al libro, «Indóciles»; y «El silencio de los hospitales», sobre la atmósfera
quirúrgica y enfermiza de la que también extraía una estética Margarita Paz Paredes en la reciente reedición de Malpaís) se organizan los poemas
breves y con título que pasamos brevemente a comentar desde aquellos nexos que
dialogan con la poesía mexicana contemporánea.
Carmen Villoro, en el prólogo, ubica
a Maira Colín en una veta próxima a la epifanía del poema que logran Coral Bracho o Luis Vicente de Aguinaga. Según Villoro: «Con una poesía honda y mesurada, la
autora de este libro interna al lector en los túneles por donde cruza el
silencio como una ráfaga de luz herida» (11). Estas últimas palabras que
recuerdan al poemario que Pilar Blanco publicó en 2004 abren el destello incontrolable
de quien escribe a la vez que lee y ve.
Los epígrafes iniciales de Michel
Foucault y Julia de Burgos presentan el tema de la locura con el que se
emparenta Indóciles, a la manera de Leopoldo María Panero o Francisco Hernández y Esther M. García. Y esta idea se concreta desde el primer poema, «Donde mueren las
olas», cuyo cierre forma la definición del término mencionado: «La locura es un
cúmulo / de blanquísimas piedras / que llenan el cuerpo / hasta ahogarlo»
(19-20).
El agua como elemento natural
simboliza el límite que alcanza la mente al chocar con el exterior, la
realidad. El cuerpo que se describe en buena parte de los poemas, desde una
tercera persona, guarda entonces el ave que simboliza como animal el vuelo
irrefrenable e impedido.
En dicha línea, enmudecida y
anegada, fluye la segunda parte, con acápite esta vez de Clarice Lispector en
torno a ese tema común de la lírica que es, paradójicamente, el silencio. Las
voces y las palabras, indóciles, resuena en las cabezas y se tensa en los
hospitales tras el diagnóstico.
En esta sección las imágenes no
requieren información complementaria en notas al final. Los personajes ahora
son anónimos (mas, referidos en primera persona; familiares, por tanto) y, por
ello, cercanos; próximos a la identificación que siente quien lee y no deja de
escuchar, tampoco, esas voces desdomesticadas.
La oración copulativa, la
esticomitia, el adjetivo explicativo, incluso el aforismo, conforman las
estancias que ya dejan de tener luz para abrirse a la parte interna del cuerpo,
si parafraseamos a Yolanda Segura; con quien guarda el interés por objetivar las aristas del ser
humano desde la lírica.
Dónde se halla frontera entre la
cordura y la locura, cuándo la salud mental empieza a perjudicar al resto y, por
tanto, a considerarse un mal desatendido que requiere vigilancia, docilidad,
confianza: son algunas de las preguntas que delimitan también el concepto de οἰκο
que trabajamos con Alaíde Foppa.
El habla, aséptica, se vale de versos
de siete, diez u once sílabas, como este que cierra el poema «Una casa hacia
adentro»: «pero ya nadie sabe nunca nada» (49). La oración adversativa se
completa con un adverbio de tiempo y un verbo sapiencial rodeado de negaciones
que no hacen sino afirmar las dimensiones o estancias del espacio que nos
habita.
Y, al final, los personajes que configuran
Indóciles dan como resultado un hilo narrativo al que contagia el confinamiento
tras la reciente pandemia (uno de los textos que ya inaugura el tema por el que
se convocan muestras poéticas y estudios críticos). Cerremos con el texto
titulado «Hacia el futuro»:
Los únicos que
esperan
la primavera son
los niños.
Se recargan al
filo de la ventana
con sus chamarras
y sus guantes
tejidos.
Se preguntan:
cuándo los árboles
dejarán de estar
desnudos.
Mi hijo ya no
suele
ver hacia la calle
ni hacer muchas
preguntas.
Le ha encontrado
gusto al encierro.
Las ligeras
sábanas
caen sobre su
cuerpo.
Pétalos marchitos
que ofrecen lenta
caricia.
A sus brazos
les nacieron
ramas.
Circuitos por los
que corre
la luz de la
noche.
Raíces por las que
se le fuga la infancia (55-56).
El
niño que desea no salir de casa, cuyas raíces terminan siendo soga en la que se
ahoga la locura o alas que envuelven el corazón, puede entenderse como el
lector o la lectora que, como don Quijote, pierde la cabeza al leer.
El conocimiento que demuestra la
doctoranda de la Universidad Iberoamericana queda demostrado en las sólidas
influencias de Indóciles y en el jurado que así lo reconoce. Leámosla en el repositorio de la UAEM
o en recopilaciones como la de Nueva York Poetry Review.
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