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En
la revista dominicana Ping Pong, en 2011, (entendemos que Frank Báez y Giselle Rodríguez Cid, sus
editores) entrevistaron al poeta coahuilense, quien apuntó algo sobre
el medio que nos sirve para leer cada domingo: «No estoy muy seguro si se
puede hablar de una verdadera repercusión de los blogs en la poesía mexicana,
pero sí existen algunos referentes de interés. En su momento, el más notorio
fue Las afinidades electivas / Las elecciones afectivas, bola de nieve iniciada en
Argentina por el poeta Alejandro Méndez, y coordinado en su capítulo mexicano
por el poeta y editor Rodrigo Castillo».
Por
su parte, Cristian Gómez O. estudió en Acta Literaria (2014) a Luján, junto a Mónica de la Torre, como poetas de la frontera. Desde la post-mexicanidad que problematiza Roger Bartra
ofrece reflexiones como esta:
la
poesía de Román Luján respondería a cabalidad a esa figura del intermediario,
del in-between. Sus textos juegan con esa indeterminación de aquello que
no ha sido etiquetado, de aquello que la crítica aún no puede leer pero se
empecina (o nos empecinamos) por ubicarlo dentro de nuestra taxonomía. Y es
que, aun cuando Luján escriba en castellano, su poesía transita por el borde
más borroso de ese español[1].
Si nos acercamos a los libros mencionados no
es difícil reconocer el sujeto poético que recuerda en primera persona escenas
como las que cierran el poema «Tedio», en Deshuesadero (2006): «sostenían
por los cuellos / –su única blandura– / culpables chapulines / que al sol se
deshacían entre las yemas» (14)[2]. Dicha mirada sobre la
existencia gira en torno al dolor que atraviesa y desmenuza el lenguaje.
Este libro, Premio
Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal, presenta el poema que dará
título a su posterior antología, Nigredo. Antología personal. Tal concepto alquímico, que se refiere a la primera de las tres
fases de transmutación de la materia y que se vincula con la putrefacción,
parece ser su poética: escribir sobre un borrador (al que, por supuesto, no tenemos
acceso) para generar una materia, el poema, el lenguaje superior (en el
sentido de la pureza, de la abstracción sin abandonar la coloquialidad). El
monólogo, entonces, con la suma de poemas y libros (dando, por ejemplo, una
antología) escoge lo mejor de una base (a veces, iceberg) invisible. No
deja de narrarse en este proceso de deconstrucción una historia, un cuento. Se
trata de un ejercicio de búsqueda, como en el poema «Guijarros» (20-21) que
dedica a Benjamín Valdivia. La sociedad es líquida, diría Zigmunt Bauman. Los poemas –en su
mayoría, breves– con títulos –fundamentales para el sentido y la ligazón de
cada uno de ellos– se valen con frecuencia de heptasílabos para el ritmo con el
que se describe la escena, por ejemplo, en la identidad que ve cuestionada el
poema «L´Étranger» (29-31). Otros temas como la procrastinación, la fe o el
amor no dejan de asociarse a ese proceso de escritura.
Nigredo. Antología
personal (2013) recopila textos de Instrucciones para
hacerse el valiente (2000), Aspa viento (2003) –con uno de los
poemas, en prosa, dedicado a Luis Alberto Arellano, con quien dirigió la revista Crótalo, entre otros
proyectos–, del ya mencionado Deshuesadero (2006) y Drâstel
(2010) –que veremos al final, tras salir en México con Bonobos, con su edición
española–. Cobra ya especial importancia la figura de la serpiente, que simboliza tanto la discreción con la que se van hilando las ideas
como el movimiento del texto a efectos visuales e intertextuales. Termina la selección con el texto «Juángame» (57-60) que Círculo de Poesía recoge
(con una disposición distinta) en la segunda serie de «Los 100 peores poemas mexicanos»; y con el último poema, «Me llaman violencia
(inédito)» (que luego sí aparecerá en Ediciones Liliputienses; 2015: 79-81):
una sucesión de acciones que respetan el orden alfabético y concluye con «Yaqui
indomable. Yo, el ejecutor. / Zapata» (66), dedicado a Mario Almada. Se
evidencia, en cualquier caso, la evolución de la poética de Luján, como ese
proceso de superposición: la base, asociada a la tradición más cultista, termina
en sus últimos poemarios dialogando con lecturas y espacios más cercanos;
propios tanto de lo coloquial como de la libertad de signos de puntuación y
versos, breves, que se sangran para ganar dinamismo.
Drâstel
(2015) se abre con un poema, «Racimos» (7-12), que, efectivamente, es un
conjunto, una ristra, de preguntas aparentemente banales que irán definiendo
sus preocupaciones a través de una enunciación cada vez más irónica. Se alude a
Oliverio Girondo, Gonzalo Rojas, Nicolás Guillén, César Vallejo, Joan Brossa, Raúl
Zurita, Néstor Perlongher, Ezra Pound o William Carlos Williams, del que trae
un epígrafe en el poema «Playas» que aclara la escritura de Luján: «I wanted
to write you a poem / that you would understand» (34). Como
neobarroso (de Perlongher) presenta un lenguaje que contrasta con el tono más
solemne y previsible de sus inicios. Va sumando el atrevimiento, por ejemplo,
en el poema «Ánade». Este es un fragmento:
deviene mano y mono y manso río
aunque nadie lo nade
y suena en su ánade
donde la lengua es una
escama de carey y casi esfuérzase
en plena su nariz
con caries ríes (50)
Seguidamente San Juan de
la Cruz forma el acápite de un poema en pares de endecasílabos como «Traspié».
Me parece que estamos ante lo mejor de Luján. Así arranca la composición que no
abandona ese juego que va calando desde la tradición que apuntará Le Calvez: «al
rastre al roce a lastre en ristre a ras / me fui sin tan de mí me fui de bruces»
(56). Se suma el poema que antes era inédito y termina con un texto cuyos
versos van serpenteando en la página cual logro y nigredo de la escritura.
Aunque se pueden extraer ciertos rasgos sobre la frontera de manera implícita,
por los libros de Poesía Mexa, no lo consideraría un poeta que
desarrollara esta problemática más que por su experiencia vital, geográfica, en
el norte de México y, ahora, estadounidense.
Gaëlle Le Calvez reseñó este poemario en Letras Libres concluyendo que la función del poeta está «hecha de la relectura
de poetas latinoamericanos, europeos, americanos, de la experiencia y del dolor
(también) de quien emigra. El resultado es una poesía ya muy mezclada que ha
digerido lo leído y lo vivido, y muy mexicana, hecha con un lenguaje directo y
coloquial». Quiero creer que esa poesía «muy mexicana» se opone al
extrañamiento que nos puede provocar desde un principio un título como este, Drâstel.
Ahora bien, aunque quizá sí prima todavía el coloquialismo, la dispersión de la
lírica en los últimos años no se limita únicamente al lenguaje directo y
coloquial (pienso en poetas contrarios y contrarias a dicha idea como Efraín Bartolomé, Víctor Toledo, Gabriela Turner Saad, Fernando Fernández, Mónica Nepote, Rocío Cerón, Adriana Tafoya, Rodrigo Flores Sánchez, Karen Villeda o Diana Garza Islas).
Román Luján, Premio
Abigael Bohórquez y Amado Nervo, tiene experiencia traduciendo esa poesía difícil
de leer, a veces experimental, desde su paso por EUA. Sus referencias, además
de Octavio Paz, también son Gerardo Deniz o Raúl Zurita. Podríamos concluir con la pregunta que cierra la
reseña de Le Calvez, «¿Qué sentido tiene ahora la lectura de un libro no tan
directamente ligado con nuestra realidad inmediata?»: la certeza de que todavía
existen dudas, cuestiones o incluso innovaciones que conviene repensar sin
desatender la tradición para, así, llegar a atisbar (nunca a entender) la
poesía mexicana.
Con estos libros tenemos
la oportunidad de leer a un poeta que también aparece en el Periódico de Poesía
de la UNAM, Trinchera,
Poetas Poemas, Poética Digital
o Las afinidades electivas / las elecciones afectivas.
[1] Precisamente así es como se conoce
al idioma de todos nosotros en EE.UU., como si estuviéramos retroactivamente
haciéndole caso a las políticas franquistas, tendemos en el país del norte a
etiquetar a todo el idioma con un apelativo geopolítico antes que nacional,
ignorando de paso toda la diversidad plurilingüística de España.
[2] La numeración de estos libros no
responde seguramente a las versiones definitivas.
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