sábado, 14 de noviembre de 2015

Carlos Ramírez Vuelvas

Los Contradioses
Hay un poeta que se expresa con palabras y algo más. Es de Colima. Camina despacio, mira al suelo de vez en cuando y sonríe con más frecuencia. Observa más de unos segundos las cosas que nos rodean. Quizá por eso las recuerda y ve trazos y siente puntos que normalmente se nos escapan al resto. Es de Colima.

Iván Cruz, Carlos Ramírez y Álvaro Solís en Profética (Puebla)
            Carlos Ramírez Vuelvas (Colima, México, 1981) es de Letras. Estudió en la UNAM y en la Complutense de Madrid. Ha publicado desde los diecinueve. Aparece en la mayoría de las antologías sobre poesía reciente. Su libro Los Contradioses ganó el Premio Nacional de Poesía de Tijuana 2014 y acaba de publicar Ha llegado el verano a casa en Valparaíso Ediciones. Desde esta semana es Secretario de Cultura en el Estado de Colima, donde ha dirigido Radio Universitaria y la Facultad de Letras y Comunicación. Desde siempre, me atrevería a decir, ha apostado por la cultura y el derecho a ella. Se le nota. Se le notó hace unas semanas en la Librería Profética de Puebla, donde presentó su trabajo en el marco del XV Congreso Internacional de Poesía y Poética. Sus versos van de lo inusual a lo rutinario, de lo esquivo a lo buscado, del recuerdo al deseo.
            Los Contradioses (2015) es una historia triste. Como los buenos poemarios, narran algo: una despedida involuntaria. Pese a la tragedia que Ramírez Vuelvas es capaz de dibujar con muy pocas palabras, el humor negro sirve para describir y relajar la tensión de un espacio y de un tiempo: «Dicen que en mi país el que no corre, vuela» (9). Las metáforas de lo cotidiano confirman nuestros temores «“ese mismo día tu hermano aprendió/ que la pasta dental (o todo lo que alimenta al cuerpo/ es un poco de cianuro y por eso/ se oculta en los rincones más oscuros como/ la boca o el baño de la casa”» (15). La multiplicidad de voces genera unos personajes y una evolución: «Loado el hombre que cuenta con los dedos su número de hijos» (39). A veces los números completan huecos; así contamos «Los vacíos»: «Aprendimos a vivir llenando los vacíos/ Míranos cantarte/ aún sabiendo que nos duele/ Míranos vivir/ sabiendo que nos duele/ invocar a la esperanza sabiendo que nos duele» (52). Ahora bien, cantar requiere letras, y Ramírez elige las que necesitamos.
Ha llegado el verano a casa
            Ha llegado el verano a casa (2015) expresa el inicio de un fin que nos es común: «y escuchar el crujido de la rama que se quiebra/ y no se dobla» (17) sugiere madurez. Solo el fruto que cae pesaba demasiado. ¿Cuánto es demasiado? ¿Cuántas veces hay que leer un poema para exprimirlo? No existe el número, solo las letras. Así lo explica «Cuyutlán»: «Con un puño de sal/ escribo tu nombre sobre la tierra/ Para que la mano bienhechora del sol/ lo vuelva agua que nunca han de tocar/ los labios del sediento» (22). El oído es más rápido que la mente: «El sonido en que vibra la visión/ de bisontes en tropel de oscura sombra alerta» (34). La sonoridad de este verso reverbera mientras tratas de comprender y ver qué viene entre esa polvareda colimense. «Un bourbon     un whisky       una cerveza bastan» (38) y estoy alegre, esta vez sí, alegre de que sea cierto (dirían curiosamente cerca de Valparaíso). «Jazz en la Zona Rosa», «El salmón» o «Jueves» parecen homenajear al joven persistente de Deltoro, respectivamente. Ramírez Vuelvas puede escribir los versos más tristes esta noche (74), pero también contagiar esa sonrisa que se aprecia entre líneas, en los vacíos que solo las letras pueden llenar.
            Carlos Ramírez Vuelvas le dedica unas palabras a Efraín Bartolomé en la grandiosa edición que acaba de hacer la Universidad de Ciencia y Tecnología Descartes (con el empeño de la Universidad de Colima y la editorial MonteVenus) de Ojo de jaguar (2014). En ellas dice que «aspiraba a escribir poesía». Como vemos, ya lo logró. Y de qué modo.

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