Abre la puerta
(Universidad Autónoma de Coahuila, 2015) y Reinos perseguidos (Universidad
Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, 2016) son los recientes poemarios de Gabriela Turner Saad
(Moncolva, Coahuila, 1962): cantos singulares del instante que envuelve al ser
con la naturaleza, entre la vida y la muerte.
Si
hace cinco años con Polvo de esperanza (2013) y En medio de la bruma
(2015) nos sorprendió por la fuerza y la peculiaridad de su poética, distinta y
conocedora al mismo tiempo de las tradiciones literarias que permean en México,
en esta ocasión advertimos una pulsión mayor, que no más brusca, de la
desolación que dejan entrever poemas breves con su ya característico natural ritmo
único, marcado por los sujetos en primera persona.
Luis Vicente de Aguinaga abre la puerta con una nota preliminar que
comienza así: «En la era de la cita, la paráfrasis y el pastiche, Gabriela Turner
Saad ha escrito un libro en el que no parece oírse otra voz que la suya. Se
trata –conviene decirlo– de una voz clara, ya que no simple; íntima, pero no
confesional» (11). Me parecen rasgos fundamentales para acercarnos a la
coahuilense: la claridad se logra al horadar y, por ello, reconocer, la
complejidad del yo.
En
el proceso de publicación de un trabajo sobre la presencia e influencia del poeta oriolano Miguel Hernández en la poesía mexicana, en el
que Turner colaboró, reparo en el epígrafe de Abre la puerta:
Tu puerta no tiene casa
ni calle: tiene un camino
por donde la tarde pasa
como un agua sin destino.
Miguel Hernández
Si Clyo Mendoza partirá de Hernández junto a Raúl Zurita y Henri Michaux en Silencio
(2018), ya presente en el archivo de Poesía Mexa,
Turner continúa esa fijación por el destino entre dos puntos, que son la rima
aparentemente básica y casi azarosa tanto de la casa y el verbo como de la
finalidad, física (camino), y del fin, inevitable (destino). Al invertir lo
previsible, la casa sin puerta, estamos ante un umbral que da a la poesía. Las «tres
heridas» hernandianas (la del amor, la de la muerte, la de la vida) nos vienen
a la memoria por lo que transmite ahora la estructura tripartita: «Puerta
cerrada», «Puerta enferma» y «Puerta abierta».
El
posible imperativo del título se acciona tras la construcción de una imagen.
Las celosías se calculan en «La espera» (29). Se analiza el «Primer rostro»
(33), ya en la segunda parte, como poemas que en escasos versos devienen yo
testimonial y mítico. El polvo, desolado, es, como motivo, elemento natural que
sostiene el agua. Se entretejen sensaciones; sin límites, al final del poema «Sentidos»:
«Que el polvo respira el mismo aire» (61). Y continuará hasta Reinos perseguidos:
«a la desordenada sombra, abierta entre los escombros / por no saberse polvo /
de tu carne bendita» (2016: 19).
A
la manera de Mark Strand la poesía es la ausencia del cuerpo en la naturaleza.
La enfermedad incide de nuevo en los cuatro elementos naturales a efectos
budistas. El dolor, el sufrimiento, nos lleva entonces a Lorca y el Bisturí
de cuatro filos que escribe Quirarte,
todavía inéidto. Empieza «Cuatro veces»:
Cuatro
veces asesiné el cuerpo.
Cuatro
veces recé
con
un bisturí encendido.
Cuatro
veces dije cuatro
para
reventar y quedar en cruz
tendida la espalda con el odio boca arriba.
[...]
(47)
El ritmo, in crescendo, alcanza el
bestiario de la «Nostalgia», texto que tras algunas preguntas retóricas que
repiensan elementos básicos como la sangre, trabajados en la poesía mexicana por
Alejandro Palma, da con cuencas buñuelescas: «Sobre el muelle del ayer, / las patas
de elefantes / y junglas de avispas, / más un termitero con garabatos / de ojos
ciegos» (70). En esta línea, frente a la muerte, la puerta abierta, se ve al
padre, el silencio, del último verso: «Quién nos avisará que estamos muertos» (83).
En
cambio, a lo largo de Reinos perseguidos, según Claudia Berrueto en la
contraportada: «se abordan la figura del viento como fuerza modificadora de una
realidad interna; el movimiento que no permite la observación; la naturaleza y
su abatimiento». Sinestesia y personificación al final del primer poema, «Viento
perdido»: «Solamente los mudos son sordos. / Alguien huele la cercanía del
miedo cuando el viento ladra» (10). El temor a escucharse una o uno mismo nos persigue.
En este libro Turner lo logra porque se para, se detiene para seguir y develar
el rostro que continúa entre «Carne y sombra»:
Mueres
a cada instante
y
el amor emerge,
con
su densidad y sombra,
más
entero (18).
El
amor es un tema frío, opuesto a la «Anhedonia» (22) que repiensa el mito: Adán
y Eva, Amira y Anuar. La mujer-princesa, sin voz, sin reino concuerda en plural
la entelequia: «Hemos perdido el idioma. / [...] el único sonido es la mosca»
(31). Esta acude a la flaqueza, al placer menguante bajo la luna; impera: «Libera
el aroma del azahar. / Libera el azar. / Vierte en la tierra el susurro
perfumado» (63).
Es difícil responder a la
pregunta por qué una poeta como Turner, tan sugerente, no protagoniza los
estudios críticos. Las razones seguramente se deban a puertas y enfermedades.
Recuerdo que escucharla en Puebla en 2015 o en San Luis Potosí en 2017 me hizo pensar
en el vértigo de la palabra.
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