Jaime Agudelo
Escobar
El último número
de la revista Ritmo estuvo dedicado a
Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1946). A continuación
repasamos su obra, aprovechando los estudios de los especialistas en la poesía
mexicana y en la hernandina. Trazaremos pues una suerte de mapa del sitio, comentando tanto la obra de Hernández como los
ensayos al respecto.
Según Francisco Goñi, su tocayo
Hernández es el poeta más leído y respetado actualmente en México. No lo niego,
pero tal hegemonía contrastaría con el epílogo de El manantial latente (eso sí, de hace más de diez años), donde Ernesto
Lumbreras y Hernán Bravo Varela llevaron a cabo una encuesta entre los poetas
antologados resultando David Huerta el más importante del momento (seguido de Alí
Chumacero, Eduardo Lizalde, Gerardo Deniz y Francisco Hernández en quinto lugar).
¿Realmente es el más leído y respetado ahora mismo? ¿Qué importa más?
Obviamente lo primero. Veamos cómo lo hacen sus estudiosos, no sin antes
comentar brevemente algunos rasgos de su poesía.
Los juegos de palabras, una
vez más, parecen formar una característica común en la poesía mexicana reciente
para expresar lo máximo con lo mínimo, desarrollando un lenguaje que fluye. «Habla
Scardanelli» fragmenta los significantes y (en cambio o por eso mismo) multiplica
los significados: «El veneno es silencio merodea./ La quietud con sus fauces me
rodea» (12). Asimismo, «Ahora, rojo es el lenguaje» da título a este número de
la revista Ritmo: «Ahora, más que
nunca,/ rojo antojo de tus grandes ojos» (22); cual trampantojo de «Gota»: «del
mar del ojo,/ del mar del ojo» (23).
Las cuestiones nos surgen
constantemente frente a Hernández y sus estudiosos. El mismo poeta nos las
plantea, trascendentales, en: «Diario sin fechas de Charles B. Waite»: «¿A
dónde va el viento cuando no lo escuchamos?» (16). Y, a priori o literalmente
al menos, banales en «¿Cuánto pesa un caballo?», poema que concluye con la
referencia del cuadro que sugiere el texto: «(El cuadro lo pintó Hokusai./ El
nombre del guerrero es Hatakeyama Shigetada./ El corcel parece sonreír al
recordar su apodo:/ “Acróbata seguidor de mariposas”» (30).
La poesía de quien nació en San Andrés Tuxtla se basa en las formas de los poetas sin fronteras. Por ejemplo, «No
te salves», de Mario Benedetti, parece coincidir con el inicio de los versos de
«Palabras de la griega»: «No me guardes en tu imaginación./ No me pienses»
(26).
Del mismo modo, vemos un diálogo
sarcástico consigo mismo en «Escriba»: «¿Te asomarás después desocupándote de
la única imagen donde te contemplo? Seguido.
¿Lanzarás tu llavero de blandura hacia la lejana ventisca del vacío? (No olvide los signos de interrogación.) Aparte» (40). La segunda persona y las
indicaciones en cursiva (que coinciden con la puntuación) logran la chispa de
la recepción.
Francisco Hernández firma libros en Bellas Artes |
Christian Peña nos recuerda que la
objetividad no existe: «Ya sea cotidiana o extraordinaria, no hay retrato fiel
de la realidad, sólo esbozos poéticos, trazos antinaturales» (47); de ahí la
necesidad poética.
Adelmar Ramírez, poeta de Chihuahua,
analiza Soledad al cubo, citando unos
juegos de palabras: «“Sonido. Son ido. Son nidos sin sonidos”. Estos métodos
súper-comprimidos del lenguaje resuenan en el poema “beba coca cola” de Décio
Pignatari» (60). Dicho recurso («Son ido») coincide con el que apuntábamos hace
un par de semanas al hablar de Víctor Toledo y su reciente Permutaciones.
Por su parte, Ricardo Sevilla
actualiza la tradición hernandina: «Su malestar o su gozo –cuando los vocaliza−
no están en consonancia con una opresora tradición cultural o una sola
costumbre identitaria y sí con las extendidas zozobras de la humanidad» (64).
El narrador Héctor Iván González
defiende la capacidad que tiene Francisco Hernández para dialogar con otros
espacios y otros tiempos. Ejemplo de esta alteridad a partir de poemas en prosa
o en forma de diario es Cuaderno de Borneo (ya reseñado en este blog).
Francisco Goñi repasa la trayectoria
del poeta y su vinculación con otras artes como la pintura o la música. Los
epígrafes organizan una vida peculiar y una escritura universal.
El comienzo del artículo de Jocelyn
Martínez, quien acaba de hacer su tesis doctoral sobre Hernández, es un ejemplo
de claridad y concisión, virtudes ambas del poeta:
Los signos del
zodiaco es un libro editado
por el Taller Martín Pescador en Santa Rosa Tacámbaro, Michoacán, en 1997; con
un tiraje de 150 ejemplares, el libro está plegado a modo de acordeón e impreso
por una sola cara. La autoría del libro es doble, ya que se trata de 12 poemas
en prosa, uno por cada signo zodiacal, escritos por Francisco Hernández a
partir de 12 grabados en linóleum del artista Artemio Rodríguez (87).
Diana Ramírez Luna resume la poética
del jarocho: «breve pinchazo de ironía sin desgarbo, de aforismo inteligente,
preciso, puntual; verso intenso que apenas nos deja asomarnos a una idea
holística y se convierte en un puente gracias al uso del leitmotiv que construye a lo largo de toda su obra» (94).
Hace un par de semanas se presentó Ritmo #26 |
Alejandro Baca entrevista a
Francisco Hernández. Sus preguntas son certeras y las respuestas cercanas y
espontáneas, sin dejar de ser por ello básicas para acercarnos al oficio
literario y al ritmo de la poesía mexicana actual.
Édgar Mena desciende a la locura de
la obra de Francisco Hernández guiado por Martin Heidegger.
Por último, la reseña de Guillermo
Vega Zaragoza sobre Breve invención
de Benjamín Barajas (director de Ritmo), nos retrata como sociedad y lectores:
Vivimos en la fragmentósfera.
Lo de hoy es la brevedad, ya no hay tiempo para leer algo más grande que lo que
puede aparecer en el espacio de una pantalla de computadora. Apenas una ojeada
y a lo siguiente. El ciberespacio es el lugar natural para lo breve, lo
sentencioso, lo contundente. Es el lugar para la máxima, el aforismo, la
greguería, el poemínimo, la minificción, los cuentitos. En ese universo lo
mismo conviven garbanzos de a libra junto con verdaderas inmundicias (115).
La semblanza de
Álvaro Pietra se dirige a «Los siniestros» Everardo García, Pedro sacristán,
Ricardo Lancaster-Jones, Javier González Galindo y Osiris Puerto. Así se cierra
el número 26 de Ritmo, con unas
ilustraciones de las que, según la página de créditos, tres puntos
(¿suspensivos o seguidos?) nos ocultan la autoría. Pensaremos que se debe a un
verso de Hernández que está escribiéndose o por escribir; o leyéndose y por
leer.
En definitiva, este número de Ritmo dedicado Francisco Hernández
recoge poemas y ensayos necesarios para entender al veracruzano y la poesía
mexicana contemporánea. Tal es su importancia entre la tradición y las nuevas
formas de expresión que resulta vital la obra que aquí se recoge con un
contenido inmejorable pero con formas algo descuidadas, ya que hay algunas
erratas que atentan contra los poetas y los investigadores. Sin embargo, al
leer Ritmo sentimos cerca el arte. Con
ganas de más.
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