Perlas
(UNAM, 2014) es uno de los recientes poemarios de Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal
(Mexicali, Baja California, 1974), donde esconce esa road movie que destaca Sandra Lorenzano a través de una peculiar
poética.
La
producción de los moluscos, en pequeñas pero brillantes dosis, parece viajar
desde el mar tierra adentro, al revés de un viaje que conecta las diez partes
de este libro: «Wilde», «Camino de Santiago», «Quinteto», «Terminal», «Península»,
«Sreir», «MyNetwork, o Defiéndeme de
los marineros», «Varias», «Perlas» y «Virgo». Autónomo, cada texto gira en
torno al hilo conductor de la trashumancia; sin embargo, no es crítica o urgente,
como vimos con Balam Rodrigo, sino que es hasta filosófica. Con el chiapaneco también tiene en
común lo rural, estudiado recientemente por Giuliana Calabrese a propósito de María Sánchez y su Cuaderno de campo. Y es que en la naturaleza está escondido el origen al que, de
alguna manera, puede acceder la poesía, también futura, como experimento.
Las
asonancias o rimas internas son colores que se repiten en el oído que hereda,
entre otros, de Oscar Wilde: «Hay quienes
por ti darían su hombría» (12). La prosa se forma por una sintaxis precisa,
tan marcada que produce el efecto de la esticomitia en su descripción, incluso
en el hecho narrativo; forman microrrelatos donde el vacío, el hueco, la
grieta, alberga el paso del tiempo en las palabras elegidas, conservadas, propuestas:
«La silla congrega tu aroma. Quietud de la casa, pasmo que deslumbra el
misterio y la lisonja. / Terremoto de otro exilio» (19). El verso convive en la
misma línea de endecasílabos: «La gracia que dimana de la culpa. La lágrima y
su árido contorno» (28). La belleza es sustantiva. No requiere verbo principal.
Se mueve por el contexto.
El
espacio condiciona la poética.
No admite preguntas, tampoco ofrece respuestas. La página oscura aclara el ojo
en la «sociudad».
La oquedad despierta la interpretación y
resemantiza la tachadura o la borradura en la lírica, tal como vienen haciendo Felipe
Cussen en «Pequeña galería de tachaduras» o Vicente Luis Mora: «Del arte nihilista a la literatura tachada. Tachones, borraduras y reescrituras correctivas». Lo colectivo, en Gutiérrez Vidal, es un archipiélago de individualidades,
comestibles después de mucho masticar, de varias relecturas. Si lo aspiras, si
lo tragas, te puede sentar mal. Reconoce el enigma que se riega bajo tierra,
con el tiempo: «Origen anegado cuando la voz galopa sobre el gozo» (75).
El que naciera el mismo
día que Vicente Quirarte, el 19 de julio, y en el mismo lugar que Jorge Ortega, con quienes comparte esa voz propositiva desde el discurso
académico, actualiza el paso bíblico hasta llegar a la lucha libre que encabeza
Daniel Téllez o al atrevimiento de Abigael Bohórquez, a quien alude explícitamente. La alegoría de la joya explica la
vida de una familia que refleja el placer y la ausencia de la sociedad actual.
Su estructura tripartita se desdobla y transita del «dificultismo»
de Deniz
a la coloquialidad
de Pacheco.
En medio, a la manera de Hernán
Bravo Varela, la filosofía de la separación se separa, inicia y retorna al
lenguaje literario que se esconde en la cotidianidad del autor de Bordos (2017).
Sigan al mexicalense.
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