domingo, 1 de septiembre de 2019

Isabel Zapata


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¿No es la alberca misma una fotografía, un campo de acción delimitado por su perímetro?
Isabel Zapata (68)

Isabel Zapata (Ciudad de México, 1984) ha publicado este año dos libros fundamentales, de esos que provocan notas y consultas a otras fuentes para gozar de su inteligencia, la capacidad de asociar ideas o elementos aparentemente distantes: Una ballena es un país y Alberca vacía.
            Su constante y precisa actividad como poeta, ensayista, traductora o editora, configura una poética en obras que vamos a tratar de conectar después de Ventanas adentro (2002) y Las noches son así (2018); disponible esta última en la editorial Broken English y en el archivo de Poesía Mexa.
            Una ballena es un país (Almadía, 2019) está formado por una veintena de poemas autónomos que tienen que ver con la ecocrítica. En este sentido dialoga con El sueño de toca célula (2018) de Maricela Guerrero, quien reseña el libro que nos ocupa en Periódico de Poesía, al tiempo que discurre la conversación de la autora con Héctor González para Aristegui Noticias o la presentación de Jorge Comensal en Este País, después de hacer lo propio en la Casa Refugio Citlaltépetl. Ahora bien, pese a que la defensa de la vida animal es uno de los temas comunes que podemos extraer de los textos autónomos, me parece que sus características principales son la sintaxis y el tono con los que Zapata disecciona la realidad para reconocer la ballena (que puede ser un pulpo, un pájaro o un perro) como espacio acotado y al mismo tiempo inasible, de continente; y de ahí el símbolo del poema como isla, el poemario como archipiélago e, inversamente, las albercas vacías. Y pensamos entonces en la acepción que Zapata le da a «Orden. Cuando las ve, las islas toman la forma de tu nombre» (78), así como en el país al que nos hacía viajar Vicente Quirarte en la novela La isla tiene forma de ballena (2015).
            El primer poema, «Yo no soy de aquí», otorga el sentido ya no al sujeto poético, a la enunciación, a la negación o al verbo copulativo que se orienta al espacio sino a la deíxis espacial (que también podría entenderse como temporal, una urgencia del ahora contra las marcas que ilustra Alejandro Magallanes). De aquí se consideraba Manuel Iris en la versión bilingüe de su poema «Soy de aquí». Aunque las fronteras son distintas, los límites (o mejor, los puntos de partida: la naturaleza y la madre) son ancla inicial también del libro de ensayos de la poeta Isabel Zapata, cuyo primer texto es «Mi madre vive aquí».
            El siguiente poema, «En el estrecho de Puget», como dice en el apartado final de «Deudas», se debe a un «remix de las grabaciones del diálogo que Richard Russell sostuvo con los controladores aéreos del Aeropuerto Internacional de Seattle-Tacoma el 10 de agosto de 2018, tras haber secuestrado un avión de pasajeros de Alaska Airlines» (92). La limpidez gramatical de esta nota no se aleja tanto de la poesía si la comparamos con las estructuras que emplea Zapata. Fijémonos, si no, en un verbo que aparece tanto en Una ballena es un país como en Alberca vacía (pese a que este último libro se publicó un par de meses antes, nos basamos en aquel que sin duda recibe la etiqueta de poemario). La segunda estrofa del poema mencionado describe el vínculo del ballenato y su madre mientras Russell despega. Por un lado, los hitos se estrechan en Una ballena es un país: «Su madre, Tahlequah, mantuvo su cadáver a flote / (sobre su cabeza, dentro de su boca), / durante casi dos mil kilómetros / hasta que la carne empezó a desbaratarse» (14). Por otro, esa palabra (desbaratarse) sirve para describir en el séptimo texto de «Cuaderno de aves», de Alberca vacía, cómo se desmiembra el habitáculo que también es el cuerpo: «Paredes que no se desbaratan porque su estabilidad es de otra índole. Nueva definición de hogar: algo que se (re)construye todos los días. ¿Otra manera de migrar?» (53). Dicho término se emplea en México como «estropear una máquina» y se forma por el prefijo que invierte el significado, en este caso, de baratar; cuyo origen incierto nos remite a la construcción o a la creación de una obra, de un ser, de un receptáculo. Después de muchos kilómetros la desarticulación de las partes sale cara. Para Robin Myers, en la traducción: «Walls that don’t crumble because they’re secured and stabilized by other means. A new definition of home: something (re)built every day. Another kind of migration?» (119). En lugar de wreck, crumble mantiene el tono cercano y profundiza más en la inversión del acto que en la negación del mismo.
            En tercer lugar, «Elogio de lo minúsculo» parte de una cita («La atención es el principio de la devoción») de Mary Oliver, a quien la misma autora ha traducido. Sin embargo, en este caso destacamos la convivencia que logra con el ensayo y la poesía. Se trata de una información que podría aparecer en cualquier tratado científico (no olvidemos su devoción por la también poeta mexicana Elisa Díaz Castelo, cuyo poemario Principia (2018) presentó en el Palacio de Minería y cita al final de Alberca vacía (70) a propósito de uno de sus poemas, que da nombre al libro de Zapata y a la colección de la editorial Antílope). Estos son los primeros seis versos que configura Zapata con esticomitia, alguna rima asonante e hipérbaton propio de la oralidad del lenguaje:

En la humedad de líquenes y helechos
habitan osos de agua tan pequeños
que escapan a la vista:
pandas transparentes de ocho patas,
invertebrados de paso tan lento
que apenas se desplazan por el mundo (17).

El verso libre se vale, en cualquier caso, de endecasílabos y heptasílabos que también resuenan en prosa. Así ocurre más adelante en una tríada de 7, 11 y 11 sílabas: «Arder en la parrilla es propio de la carne que se agota sobre el fuego que inventamos para ella» (27), en los «Pulpos» sobre los que se habla en verso en Una ballena es un país (aunque la estrecha caja de texto de Almadía dificulta distinguir los saltos de verso reales: «Tres corazones en la cabeza y neuronas en los tentáculos: / por eso sienten con el cerebro y piensan con los pies», 39) y en prosa en Alberca vacía («Además, tienen tres corazones en la cabeza y las neuronas repartidas en los tentáculos: sienten con el cerebro y piensan con los pies», 39) o la especie de haiku que es «Arte menor» (36):

El microscopio
ventana al universo
unicelular (36).

Podríamos detenernos en cada uno de los textos y establecer una red de significados que esta lectura genera; pero si algo (entre muchas otras virtudes) aprendemos con Zapata es a acotar, a buscar la precisión, la especificidad. Cada detalle es la punta (del iceberg, diría Hemingway) de un proceso que no se advierte (pues los andamios de su obra se borran con tino). Los textos se sostienen por las relaciones, múltiples. El cerdo, por ejemplo, en «Se aprovecha todo» (27), lo mismo sirve para los platillos sobre los que la autora diserta en Hojasanta, listos para ser degustados e iluminados (pues «su lengua resplandece como empanizada de luciérnagas», 73) o para las cuerdas de una raqueta con la que se juega a ese deporte tan cercano a la literatura. Qué decir de las recuperaciones precolombinas que trabajamos en la Universidad de Alicante a tenor del poema «Tlacuatzin» (29) o de las postales (complementadas con fotografías que suele incluir Zapata en sus obras) de «Miembro fantasma» (44) o el sentido del «movimiento de una colonia de hormigas» (52) que sitúa el campo de acción en la estructura ensayística del poema «Teoría del caos»; cuya enumeración de los postulados recuerda a la poética de Heriberto Yépez y al Tesauro (2010) de Karen Villeda que cultiva la propia Zapata en el «Diccionario» de Las noches son así y en «Diccionario para George, el solitario» de Una ballena es un país. Pongamos por caso el Hotel Boca Chica de Acapulco que aparece en Las noches son así y en «Maneras de desaparecer», de Alberca vacía (64). Son pautas que van desarrollándose y comunicándose en pos de su poética.
            Recordemos que Alberca vacía / Empty Pool (Argonáutica / Universidad Autónoma de Nuevo León, 2019) es una edición bilingüe, con traducción al inglés de Robin Myers. Recopila nueve ensayos que fueron viendo la luz en diversos medios y que ahora articulan un hilo conductor de la poética de Zapata y de su quehacer literario. Sobre las fotografías que no tomó con su hermano y el paisaje de Javier Peñalosa, Zapata recuerda ese poema de Mark Strand en el que se dice algo así como: «En un campo yo soy la ausencia de campo». Lo rememora y, por ello, lo construye la autora en alguna de las numerosas entrevistas que se suceden en este magnífico año para ella: en Gatopardo, Imparcial, Amores de garra o el Canal 22.
            La madre, la ausencia, la fotografía, la biblioteca, los perros, la traducción, la experiencia personal o referencias como Szymborska (a la que la mexicana traduce en La Hoja de Arena y comenta como un ejercicio metapoético) se dan cita en estas (¿libres?) asociaciones. He aquí un ejemplo de «Mi madre vive aquí» que tiene que ver con las anotaciones en los libros:

Páginas enlazadas a otras páginas por la imaginación: separado con una banderita, el fragmento tiene una anotación al margen con las siguientes palabras de Nietzsche, He dado nombre a mi dolor y lo he llamado «perro». Puede que sea imposible conocer a fondo los mecanismos que la llevaron de un punto a otro, pero algo comprendí cuando, años después, completé su nota con una línea de Mi vida con la perra, de Francisco Hernández: Tauro: La felicidad es un saco que me queda grande. También se unieron sutilmente dos de mis escritoras favoritas cuando, en la página 130 de Revelación de un mundo, Lispector escribe: Un nombre para lo que soy, importa muy poco. Importa lo que me gustaría ser. Al lado, un verso de Alejandra Pizarnik: Como cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene (17).

Y es que lo relevante está en los márgenes. Dicho espacio conecta con el segundo ensayo, «Contra la fotografía», que a su vez se entrelaza con el de Fernando Fernández, «Contra la fotografía de paisaje», o las pautas que nos comparte Juan José Millás cada domingo en El País Semanal para aprender a leer las imágenes. Con Isabel Zapata, «Las fotografías no sostienen la memoria: la reemplazan» (22); mientras que con Vicente Quirarte: «El álbum fotográfico no miente. / Pero la vida sí».
            Para la mexicana, Montaigne es el padre del ensayo, quien «propone una respuesta en el elogio a los animales que hace en su “Apología de Raimundo Sabunde”: un escepticismo total hacia la superioridad del ser humano» (41). Y siguiendo con los animales, Zapata establece en «Cuaderno de aves» una taxonomía poética que se podría vincular a la de María Sánchez. Estamos ante una ornitóloga del lenguaje que amplía las posibilidades en la plurisignificación de cierres narrativos que a veces coinciden con el inicio: «Somos lo que ellos nos están diciendo» (51). Aquí radica su compromiso, su humor («Dos terceras partes de agua que nunca se toparon con su equivalente líquido», 65) y su identidad:

No le guardo rencor a la alberca de casa de mi padre. Así como las albercas no son su agua ni su forma, sino el espacio que comparten, yo también me he convertido en un contenedor acuático. Soy donde no estoy: habito el pasado, los recuerdos ajenos, los espacios donde hubiera vivido tan solo (70).

Es otro el concepto de patria, la deíxis. Entonces recordamos Una ballena es un país.




Empecé a leer a Isabel Zapata por Diana del Ángel, que me recomendó su libro Las noches son así. Me puse a estudiarla y desde entonces sigo todo lo que hace en Letras Libres, Vanosonoro, en la librería Casta Tomada o en la editorial que fundó con cuatro amigos, Antílope. De ahí conocí a poetas como Javier Peñalosa o Robin Myers. Las asociaciones dibujan ese espacio blanco que tenemos. Podríamos detenernos y gozar cada uno de sus textos, ya lo dijimos, pero nos extenderíamos aún más. Seguiremos escuchándola, pues son libros que merecen varias relecturas. Después de numerosos eventos internacionales, y antes, sin duda, de otras tantas participaciones, los próximos días estará presente en Hay Festival Querétaro.

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