Esta
tarde (noche, en España) Nancy
Hernández García (Cuautla, Morelos, 1990) presenta Mi nombre en el agua
(Editorial Palabrerías, 2020): un libro de poesía que muestra la fluidez y
precisión sintáctica de la ensayista a propósito del erotismo, el arte poética
y la inmanencia del vivir. Gracias a su generosa confianza podremos seguir la
cita en Facebook
Live.
La ensayista mexicana celebra al mismo
tiempo el aniversario de su columna «Malgré
tout»
en la ya mencionada Palabrerías. Si hace unos años tuvimos la
oportunidad de acercarnos a su libro sobre José Emilio Pacheco, de quien lleva
a cabo una tesis doctoral en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Palabra
e imagen en Morirás lejos, un acercamiento a José Emilio Pacheco
(Premio Bitácora de vuelos, en la categoría de Ensayo, 2018), ahora se estrena
en el género poético que tanto le atrae desde su maestro Marco Antonio Campos.
A pesar de todo lo que estamos viviendo en los últimos meses de encierro, Nancy
Hernández García es un ejemplo del conocimiento y del cultivo, al mismo tiempo,
de la poesía mexicana contemporánea.
Octavio Paz, en el prólogo de la
requetecitada antología Poesía en movimiento (1966), con Alí Chumacero,
el propio Pacheco y Homero Aridjis, hablaba de los cuatro elementos para
establecer una caracterización de la la lírica en el país que nos ocupa y que,
posteriormente, poetas y académicos como Carlos López Beltrán y Pedro Serrano
en 359 delicados (con filtro) (2012), sobre las generaciones intermedias
(la de los setenta y ochenta), definían como Sudd: agua que corre entre
la tierra. Según Paz (26):
El iniciador de la
nueva poesía es Montes de Oca. Le corresponde el signo que señala a lo que
aparece, surge, se levanta, suscita: el Trueno. Su contrario —dentro de esta
conjetura— es aquello que contempla, recibe, reflexiona: el Lago. Pacheco se ha
distinguido por todos esos atributos y, además, posee un temperamento crítico.
La otra pareja: al movimiento vertical y en ascenso del Trueno, se opone un
movimiento también vertical, pero hacia abajo y hacia dentro: el Agua abismal,
Zaid. El contrario del Agua es el Fuego, siempre lanzado hacia afuera, ávido de
tocar la realidad y siempre llenas de humo las manos rojas: Aridjis.
Mientras
que López Beltrán y Serrano (21), casi cincuenta años después, se aproximan a «los
vestigios que la poesía deja en un abigarrado cruce de brechas espacio-temporal.
Del sentido de la experiencia de ese locus comunicable solo por la
poesía. Se trataba de encontrar en ella la experiencia estética atravesada por
versos comunicantes». El ejercicio que lleva a cabo ahora mismo buena parte de
la lírica en la que se enmarca Mi nombre en el agua acude a esa crítica
del sujeto poético sobre una superficie acuosa que se filtra entre una gruesa
capa de referencias de aquello que «contempla, recibe, reflexiona».
El trabajo del editor José Luis
Mejía, la ilustradora Valeria Huerta Cano desde la portada y, por supuesto, la
autora evidencia la liquidez de un género que se comparte en sociedad,
precisamente, en la versión electrónica, ante la pantalla que estos días nos
refleja, nos une y nos separa.
Marco Antonio Campos (poeta de
fuego, según la concepción de Paz), abre estos veintiséis poemas con un
epígrafe a propósito del encuentro amoroso: tema del libro. Es la búsqueda, en
la escritura, un afán parecido. Las palabras destilan textos breves, de no más
de diez o doce versos, cuyo hilo conductor resulta, al cabo, la (belleza de la) viscosidad de
la materia.
Asir la idea, el momento: tiempo en
el espacio. Lo marca el «Génesis», primer poema. Luego fluyen las escenas sobre
la ausencia. Radica ahí, me parece, la clave. La blancura de la página, su
quietud e iridiscencia (por lo que ahí alrededor y alimenta el blanco) es
vencida por la memoria que fija en la palabra, más en el sustantivo que en el
verbo o el adjetivo, el deseo ido: que, al revés, es la muestra del odio y,
átono, el oído. El sujeto poético en primera persona agita sin aspavientos la
superficie para horadar en cada uno de los parpadeos el haz y el envés del ser
vivo que capta el agua cuando se apaga el fuego, se va el deseo y queda la voz,
el sonido, el ritmo, coloquial y a la vez enigmático.
Entre la confesión de lo difícil que
resulta hoy escribir poemas de amor, aflora la segunda persona: quien lee
recibe el mensaje y, por qué no, ve también su nombre bailar en la calma, en la forma del
agua, tras la tormenta, el trueno y el rayo; y viceversa. A medida que avanza la
lectura, la nostalgia, las preguntas ante el paso del tiempo, dan paso a una
actitud positiva ante la vida; a la manera de Vicente Quirarte en La Invencible
(2012: 173), para quien la poesía, quizá como a Nancy Hernández García, acaba y
empieza en la niña que camina con pies descalzos y sin paraguas: «La lluvia es
una niña que anda con pies desnudos por la calle».
El implícito metro en siete y once
sílabas del ejemplo anterior concluye en uno de los poemas de Mi nombre en
el agua, hacia una tradición castellana del octosílabo (para aproximarse de
nuevo al heptasílabo más adelante) e igual predilección por la sentencia final
del endecasílabo italiano (con acento en sexta sílaba):
Aprendí
a caminar bajo la lluvia
dejándome conducir
por tus pasos,
sin más tiempo que
este tiempo,
a la sed de
nuestros labios:
instante que se
arrulla en la memoria (s. p.).
En el principio, no fue el verbo;
sino el Pecado Original que alimentó el ánimo. La magia, pienso en La diosa
blanca (1948) de Robert Graves, sostiene los rituales que conforman el
cambio de pareceres, las sensaciones, el solsticio: el significado de la luna.
La escritura logra, al cabo, una lectura del fuego en el agua; al final, por
ejemplo, del poema «Palimpsesto»: «Los versos que ahora leo / Pellicer los
escribió para ti, / para que te llamara sin decir tu nombre» (s. p.). En el
acto del decir se establece ya la cópula, entre la abstracción mental y la
referencia, el impulso y el cuerpo, lo dionisíaco y lo apolíneo que tan bien
muestran Mi nombre en el agua.
La escritora mexicana se inicia en el
género lírico con los rites de passage de Arnold van Gennep: se separa
del agua para volver al origen de una tradición que conoce y nutre. El manejo
del verso logra esquivar el lamento, los lugares comunes, el efectismo y otros
tantos rasgos por los que le pienso preguntar a Nancy Hernández García, ese es
el nombre, en unas horas, en vivo, un año después, «Malgré tout».
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