Vivir como la aguja en el pajar,
perdida entre pares frágiles,
sin el hilo, sin la tela (29).
Con La aguja
en el pajar (Visor Libros, 2019) Carmen Boullosa (Ciudad de
México, 1954) obtuvo el XIX Premio Casa de América de Poesía Americana; obra
que, como se recoge en Zenda,
tenía entonces el título de El Tierro, La
Caos, la Espeja: juego genérico que continúa, como veremos, en algunos de
los veinte poemas que integran este reciente trabajo de una autora
indispensable para el tema que nos ocupa en este blog, desde su contemporáneo Vicente Quirarte, y próxima al proyecto CORPYCEM, como quedó
patente con Carla Faesler en el ciclo Malinche, Malinches.
El jurado que hace un par de años
reconoció tal libro (con estimulante ilustración en la cubierta por Magali
Lara) estuvo integrado por: Miguel Albero, director de relaciones culturales y
científicas de la AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional para el
Desarrollo); el escritor Benjamín Prado; la directora de programación de Casa
de América, Nieves Blanco; el poeta ganador del año pasado, Franco Bordino; y
el representante de la Editorial Visor Libros, Jesús García Sánchez.
Lo primero que puede llamar la
atención de La aguja en el pajar,
dedicado a León Barrera Aura, se halla en el torrente y la pausa con el que la
poeta logra el ritmo en composiciones medianamente extensas, como la que
aparece al principio, «Luna, o día, o qué». El ombligo de la luna que refleja
el náhuatl gira mediante el paralelismo que hace variar la O mayúscula de la o
minúscula; disyuntiva que sopesa a la manera de Sara Uribe la violencia de la
cotidianeidad:
[…]
O un día
con ráfagas de balas zumbando en el camino
a la escuela
o en la uni,
o subiendo a un taxi,
o un levantón, un secuestro, una fosa de
cadáveres
ocultos
y sin nombre
que destapa, devela un coro de antígonas.
El día de misa, obligada, perpetua, sin
consuelo,
llanto nomás, lloramos todos, y en
silencio.
[…] (11)
De lo general se
pasa a las intrahistorias que definen temas como la enfermedad o la ecocrítica,
a la luz de la vertiginosa especificidad que se halla entre lo común. La
estructura de los poemas, cada vez más breves y precisos a lo largo de esta
búsqueda que supone La aguja en el pajar,
da con particulares endecasílabos del tipo «Bellos son, y ellos creen que bello
cantan» (19) o una atracción por el léxico originario que tiene que ver con la
flora y la fauna de la nación retratada «ponzoñosa como aquella savia negra que
lagrimea el / tronco del chechem» (23): árbol nefasto para la leyenda maya.
En dicha línea destacan los poemas «El
piedro» (mediante el juego gramatical mencionado al inicio), «De flamingos» o «Mi
vida con el volcán»; textos entre los cuales contrasta un humor cercano a la
crítica, a la manera de Roberto López Moreno, en el final del «Elogio al ojo ceramista»: «Amor, comamos
tranquilos. / El ojo del culo, / al defecar, / como buen artesano, / rutinario
/ moldea» (30).
Del poeta chiapaneco precisamente
también parece beber la autora que se refiere a Filipinas, como veremos en Kritika Kultura, pues el son y la unión entre el país asiático y México a raíz
de una fruta como el «Mango de Manila» (37-38) da título a uno de los poemas
finales, cercanos al colofón del mito que pervive en los últimos versos de «Sombra»:
«Por lo demás, polvo somos / y parte de la tolvanera / del lago que desecaron
nuestros abuelos» (42); o en «El águila y la bolsa» (44), donde el animal
fundacional, de cerca, no es más que una «bolsa negra de plástico» que «se
zangoloteaba retozona» como muestra de la herencia, la tradición y la
renovación que existe en el marco del proyecto CORPYCEM.
Boullosa resulta un ejemplo de la
poeta que bebe de la tradición al tiempo que la actualiza con atrevimiento y
oído. Pueden acercarse a algunos poemas de La
aguja en el pajar en La estafeta del viento.
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