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El poemario Oscuro escarabajo (Ediciones Monte Carmelo, 2018) que Fernando Fernández (Ciudad de
México, 1964) publicó a finales del año pasado requiere el tiempo y la relectura
que también merece. Es un libro particular, atrevido, hondo en su claridad,
inteligente por evitar los alardes; coherente con todo lo que hace una de las
referencias más activas de la literatura mexicana.
Aunque
este año que acaba se ha aplaudido al escritor, bloguero, editor y conductor de
radio por su extraordinario libro Oriundos
(Cataria, 2018), que ha conmovido y reconciliado a decenas de personas que
viajan todavía de Asturias a México, considero que con Oscuro escarabajo
afianza una voz tan reconocible como sugerente, enigmática, en la lírica del país
que nos ocupa. De su publicación se hicieron eco los principales medios de
comunicación (Excélsior
o El Universal, por ejemplo), pero apenas está llegando a la crítica
literaria, algo que sin duda necesitamos para comprender el oficio que vimos la
semana pasada con Lorena Huitrón.
Destacan,
sin embargo, dos textos sobre Oscuro escarabajo: la entrevista del autor
con Mario Alberto Medrano en el Periódico de Poesía de la UNAM y la completa reseña de Carlos Ulises Mata en La Santa Crítica. En la primera (24 de junio de 2019), entre otras
confesiones, el especialista en el jerezano muestra que «Me gusta creer que
imito los poemas de López Velarde, que tienen algo de charla fresca y
espontánea, y al mismo tiempo están fijados con perfecto rigor»; mientras que después
(8 de noviembre de 2019) descuellan ciertos rasgos del melómano como Autonomía,
Cordialidad, Vida, Oído o Despedida.
De
los veintiséis poemas que conforman este libro, más de veinte, según Carlos
Ulises Mata, son «monólogos reflexivos de un yo que busca entenderse a sí mismo
o establecer un diálogo (siempre en ausencia) con personas, animales y objetos
concretos cuya presencia se evoca en el marco imaginativo modelado por las
específicas circunstancias de tiempo, lugar y condición emocional en que las ha
tratado, las ve o las recuerda el autor». A manera de pórtico o estancias, las
nubes (que recuerdan a Aristófanes) son el motivo por el que se suceden los poemas,
normalmente breves, garantes de un lenguaje que hace entrechocar con armonía la coloquialidad
del tercer milenio y la evolución idiomática de acentos y etimologías que nos
ha ido enriqueciendo con sigilo por los siglos de los siglos. El poema dividido en seis (que no formaba parte del anterior análisis de Ulises Mata) en cursiva (con la cuidada edición de
Francisco Magaña) da paso a las cinco series de cuatro poemas que engloban
esta bitácora, este cuaderno, cual mirada al cielo que atestigua el curso del
tiempo tras lo que acontece en la tierra.
Es
el viaje uno de los temas. Cada poema, independiente, podría aparecer en prensa
(como así ha ocurrido en Milenio),
pero crece y se hace sólido en contacto con el resto, pues los hilos
conductores son varios y con éxito se imbrican en un bellísimo libro (¡corran!) cuyo
tiraje es de 500 ejemplares.
En cuanto al sonido que tanto atrae a Fernández, las
rimas internas se alejan de las asonancias en pos del ritmo, que lo es todo. La
disposición visual fomenta, paradójicamente, la oralidad de finales en agudas
que borbotean. Este es un pasaje de «El maestro de ética»:
De
los pájaros, sí,
de
los que al alba cantan
en
tanto me despierto,
que
porque nace el día,
y
los que por la tarde pían
sin
más razón que porque cae el sol (14).
He ahí la onomatopeya, entre demás
figuras que el poeta lleva dentro de sí, de endecasílabos
italianos a octosílabos castellanos por la tradicional distinción
(inexistente, por otra parte) entre lo culto y lo popular. La curiosidad, hecha
inquietud formal, une los históricamente considerados ambos extremos.
¿Qué
hay de Deniz en Fernández? Mucho. Seguramente lo podremos comprobar pronto y de manera indirecta con el libro de Fernández sobre Deniz; pues en sus ensayos queda patente la
tradición que hereda y renueva. La curiosidad lexicográfica, por ejemplo, de
ambos, queda resuelta en el que me parece que es el poema del libro, independientemente
del titulado «Oscuro escarabajo». Es, por tanto, un caso singular de la influencia que tiene el escritor de origen español en la poesía mexicana contemporánea que estudia Alejandro Higashi en el número 23 de América sin Nombre. El poema con el que
me quedo, también un rato pensando, es «Analectas». Venzo el ritmo que me anima
a seguir leyendo, dejo a un lado el libro y desbloqueo el móvil al cuarto o
quinto intento. El poema que reflexiona sobre la procrastinación tan mexicana y
los derroteros que azarosamente nos salen y nos explican al camino me empuja a
querer buscar una respuesta (algo que nunca da la poesía): analectas viene «Del lat.
analecta, -ōrum, y este del gr. ἀνάλεκτα análekta 'cosas recogidas'». Significa
florilegio. Entonces creo caer en la cuenta. Oscuro escarabajo es un florilegio,
la reunión de cosas (en su más llano y original sentido). Imagino que es este el guiño del
poeta y del sujeto poético, que parecen dialogar espontáneamente detrás de
versos medidos, pulidos, dichos, durante años.
Asimismo, el
amante del teatro que es Fernández cultiva el monólogo en un poema como «El gorrión de Catulo». Es ese otro homenaje a Catulo y Lesbia, representados
por Renán
o Quirarte,
que no repite por ello los lugares comunes en torno al amor y la seducción,
sino que se aprestan a remozar con gozo las palabras en sonidos que son idos de
sus nidos (a la manera de Toledo)
hasta elevar la aliteración con el seseo americano «para alegrar, así, siquiera
un rato, a solas / las muchas horas / de mis tristes desvaríos» (40). Ahí se
explica la cita de rima natural acompasada que encabeza esta nota.
La amada es también, aquí, ecocrítica;
es decir, el cerdo por el que se produce el giro de los acontecimientos (como
si de un cuento se tratara) en el poema «Al visitar un convento mexicano del siglo
xvi» vuelve aparecer en «Volviendo
de Querétaro», a modo de personaje o espectro, en la defensa medioambiental y
animal que lleva a cabo con aguda crítica Fernández.
La
narración del decurso vital conjetura, pongamos por caso, otra elección para la
Diana cazadora que hay en el Paseo de la Reforma. Se dan la mano la arquitectura, la arqueología, la historia o la antropología, artes que convocan al poeta para dejarse llevar por ese
don que es mirar sin mirar. Nos viene a la mente entonces La Diana de
Jorge de Montemayor y el renacimiento, la reencarnación de la vida que se
pierde o desaparece de manera inductiva, pasando por El Quijote,
Góngora, y los humores que calientan el cuerpo y la mente tras nadar: una
poética que también podríamos adscribir por esta práctica de sonidos internos del cuerpo a Cristina Rivera Garza. Todo en ello está cifrado, hasta la «talla / filipina del
siglo xvii (llamada / Trinidad Terrestre
/ o Sagrada Familia / de Viaje, según leo en la ficha / en el escaparate del
museo); / señor don san José» (49) que espero retomar con el objetivo de un estudio sobre la presencia o influencia filipina en la poesía mexicana contemporánea.
El
agua que forma las nubes, el llanto en medio de una carretera al ver de nuevo
los cerdos que no ven, se encuentra en esa fuente que congrega al sujeto poético,
en el sentido del yo, más allá del tendido eléctrico, al final, «en cuya
superficie / me reconozco, / y a cuya hondura / bajo a beber para sentirme, /
súbita, extrañamente complacido, / sereno, / pleno» (67).
No hay nada parecido a lo
que hace Fernando Fernández en la poesía mexicana contemporánea. Es inaudito. Como se
reconocía recientemente en las redes,
este libro y este autor son para quienes leen. Celebro que continúe publicando
poesía con talento, atención y generosidad. Este blog cierra su quinto año con un libro que conecta con la ya disponible dimensión cívica.
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