domingo, 31 de mayo de 2020

Lo innumerable


Lo innumerable (Ediciones Era, 2018) es un poemario en el que Jorge Fernández Granados (Ciudad de México, 1965) muestra la palabra que se decanta en una estructura circular, como poética que se crea en siete partes; días en los que se recrea un mundo para reconocer a una de las referencias más importantes de la poesía mexicana contemporánea.

            «Es una joya» me dijeron al llevarme este poemario de la librería de la BUAP. Lo acaba de publicar el poeta que escuché en la UNAM cuando el SIPMC lo invitó a su primer coloquio. Hace una década Jocelyn Martínez lo entrevistaba a propósito de las cosas que le ocupan al escribir y, cada vez con más dificultad, al leer. Recitaba por supuesto de memoria y marcaba el ritmo en imágenes verbales que son estudiadas en el libro De vuelta a Xihualpa: Lecturas críticas a la obra de Jorge Fernández Granados (coordinado por Jocelyn Martínez en 2019, en la UNAM), del cual quiero hablar en el próximo Boletín del CeMaB.
            Gracias al Seminario, especialmente a Alejandro Higashi, se montó hace un par de años el número 23 de la revista América sin Nombre que dirige Carmen Alemany. Jorge Fernández Granados colaboró con una reflexión antológica sobre el tema que ahora está dando un par de números en la revista Signos Literarios, con el mencionado Higashi y la actual coordinadora del SIPMC, Eva Castañeda.
            Este repaso demuestra el interés que despertó en mí Jorge Fernández Granados y las ganas que tenía de leerlo con calma para seguir las recomendaciones de librerías y demás notas, también innumerables, entre las que destacan algunas entrevistas que comentaremos a continuación como retorno; pues este libro es de alguna manera una vuelta a ese libro que publicó en 1997, Xihualpa. Es la estructura circular de una voz que cohesiona lo apuntado durante más de veinte años.
            Según Mario Alberto Medrano González en Excélsior, a finales de 2018, «avanza en una polifonía, en una andanada de imágenes y se vuelve más entrañable poco a poco. No hay grietas en ese discurso al parecer fragmentado, un tejido une una voz con otra, la blancura hace más visibles los pequeños detalles, nos los deforma, pero muestra su devastación y su vejez».
            Seguidamente, Hamlet Ayala platica por extenso con el autor en Tierra Adentro a tenor de la trascendencia que en su tradición literaria sigue teniendo la palabra y el silencio:

Justo en ese extremo de la escala de profundización mística, por así decirlo, se hace presente otro componente de la musicalidad: el silencio. Y lo señalas en los momentos de más concentración, de una enunciación más sintética o más detenida en tus poemas. En Lo innumerable escribiste: “callar para oír al dios”, y “hay poetas con la boca cerrada.” Aquí el silencio aparece también como una manifestación callada de la poesía.

Hay un proverbio atribuido a la sabiduría árabe que dice: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor calla.” Creo que ésa es una profunda consciencia de lo que es el silencio. Es decir, el silencio es la primera forma de la plenitud de la belleza. Y quienes amamos o estudiamos la música en algún momento de la vida, sabemos que su definición también se parece mucho a una definición de la poesía. La música es el arte de los sonidos y los silencios en el tiempo. Son tres elementos: sonido y silencio –que son como la palabra y el blanco del papel–, forzosamente tiene que haber uno para que haya el otro; y todo en un tercer plano, que es el tiempo –la pauta, la partitura–. Eso se parece mucho a la poesía también: la poesía es el arte de las palabras y el silencio en el tiempo. Por eso el silencio para mí es tan importante como la palabra misma, porque es exactamente su otredad, el otro lado del espejo donde la palabra tiene que estar desdoblándose o repercutiendo. Hay palabras que si no tienen el silencio adecuado, no puedes escucharlas. Esto lo digo en un sentido metafórico. Cuando una persona está a punto de morir, sus últimas palabras toman una fuerza impresionante. Pero si esas palabras no estuvieran dichas en ese momento, quizá se perderían, o significarían otra cosa.

La cita, pese a su extensión, nos muestra la esencia que vamos a encontrar en lo innumerable: el cuidado uso de las palabras y de los silencios, de los huecos, de los blancos entre ellas, como versos, prosas, cambios de tipografía, cursivas, comillas o sangrados. Algo que respeta y representa el poeta al leer en voz alta. Se dan la mano en Lo inmuerable la experiencia lezamiana con la práctica cotidiana que dialoga consigo mismo y con quien lee, escucha y calla para decir algo.
            Por su parte, Armando Salgado lo entrevistó para La Jornada de Zacatecas. Prevalece este intercambio del poeta que reconoce darle un papel primordial a la forma en su escritura, como veremos a propósito del ritmo que logra con encabalgamientos, reiteraciones y ciertos juegos léxicosemánticos: «los lenguajes en el arte –y por supuesto ello incluye a la poesía– no cambian para poder decir otra cosa: cambian para volver a decir con eficacia y fuerza aquello que era preciso decir. La ironía es que lo esencial siempre será tan ancestral como novedoso». A lo que añade: «Lo innumerable es mi bitácora del viaje, mi alfabeto vital, mi testimonio interior de lo que podríamos llamar el destino».
            Este viaje se divide en: «oír ese río», «origen de la nieve», «breve historia de la luz», «breve historia de la sombra», «desierto espacio de vocablos blancos», «lo innumerable» y «oír ese río (epifanía)».
            Recuerdo que hace cuatro años, en el centenario de la muerte de Rubén Darío, Daniel Mesa Gancedo se propuso «oír a Darío» coincidiendo con ese libro que publicó Darío Lancini en 1975. En esta ocasión Fernández Granados escucha ese surco que no desemboca al mar, como estamos viendo en el tópico manriqueño de la poesía mexicana, sino que regresa a su cauce, su destino.
            Dedicado a la también poeta mexicana Claudia Posadas, su esposa, Lo innumerable es el inconsciente, esa tradición que tan bien conoce el autor, ese recuento de enseres que cambian con la luz y la mudanza. Lo innumerable es todo porque podría ser nada (sustantivo) y así oír ese río. Tales juegos que ahora nos provoca su lectura se sostienen en el libro que parte de Roberto Juarroz y esa fe también inabarcable, con la extensión de Lezama Lima o a través de Antonio Gamoneda. Lo innumerable es la historia de los hitos de una piedra y sus aledaños. El paso del tiempo como augurio que recorre la tierra «porque las venas del monte son de agua» (19).
            El verso lo mismo se vale del endecasílabo que de una cuantiosa unificación de realidades que provocan la extrañeza de la que habla Ayala con el lenguaje poético, contacto del cielo con la tierra en este largo e intenso poema que es Lo innumerable:

porque la lluvia escribe
                                               al caer
algo que no puede traducirse
porque la lluvia entiende de alguna manera
al último animal que nos habita


                                               A veces el cielo se pone así.

el nublado espinazo del cielo su armadura
de furia donde se miran
el cielo de la tierra y la tierra del cielo
reino y reino
mundo y mundo en el agua apurada
de un sueño (25)

El agua es un espejo y el lenguaje poético es velcro para lo trascendente. Luego pasa a nieve, por ese fenómeno atmosférico que se detalla como «Reporte meteorológico» (36) y que menciona Medrano; pero también se puede entender como la ceguera, la blancura que se extiende hasta acercarse a la raigambre mística que continúa en México (45). La escena bebe a la vez de Octavio Paz y Gerardo Deniz (aunque menos, dice Fernández Granados, que de Gonzalo Rojas y otras tradiciones, en su mejor sentido), porque fondo y forma se imbrican en dos heptasílabos: «oro de hormiga hélice de tamo y la rosa» (50).
            La ausencia de signos de puntuación permite conectar múltiples realidades, sinestesias o deseos, facilitando esa interpretación que busca y defiende quien escribe porque lee. Un incurable Huerta se atisba (53) entre la luz y la sombra. En esos contrastes se fragua el clímax de un poemario que es un poema que se oye y se ve de principio a fin. El verso que crece y decrece (59), cual paralelismo hasta ser anáfora. Su luz es el oído. El lenguaje va cayendo hacia arriba a borbotones. Las paronomasias concatenadas, al estilo de Víctor Toledo, son ido y hado: «que lo allegado (lo hallado) siembra a través de aquellos / colores / irrequieta ruta de la visión matiz (matriz) que en el fondo / despierta / cierta inusual (no usada) / luz» (75).
            En primera persona el yo llena la página con los silencios, los blancos de once palabras que forman el tiempo (sujeto y objeto): «escribo en el tiempo lo que el tiempo escribe en mí» (129); y páginas después (171), en la epifanía o revelación epifánica (que diría Higashi) esa máxima va en cursiva porque el poeta se ha transformado; o, mejor, el lenguaje le ha dado la vuelta.



Escuchar a Jorge Fernández Granados es reconocer su voz en una innumerable y suave ristra de tonos tan propios como sugerentes que sostienen lo mejor que se puede decir con la infinidad de términos que nos originan. No dejen pasar la «esfericidad del destino» del poeta y ensayista Premio Aguascalientes. Pueden hacerlo en Confabulario,

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