Debe ser ya noviembre (Cuadrivio / Fondo Regional para la
Cultura y las Artes del Noreste, 2019) es el reciente poemario de Luis Aguilar (Tamaulipas, 1969):
una manifestación del amor y el dolor que se sintió en los ochenta debido a la
transmisión del VIH. Sobra decir que, cuarenta años después, por el contexto de
otro virus su lectura nos hace repensar los caminos que abre la lírica para
expresar lo que provoca el contagio en un fondo social en el que se entrecruzan
referencias básicas para la poesía mexicana contemporánea.
Leí
a Aguilar por Daniel Téllez, que me lo recomendó cuando el año pasado empecé a trabajar el homoerotismo.
Además de este tema y del influjo de Abigael Bohórquez, el tamaulipeco ofrece algunas marcas que nos permiten articular
el diálogo con la dimensión cívica a la que venimos atendiendo: la habitabilidad
ante el caos y la catástrofe social y urbana (21), respectivamente.
Como
decíamos, el también norteño Bohórquez es una clave para entender ese lenguaje
que va articulando Aguilar no solo con neologismos (13-14) sino con un ritmo (a
veces en verso, otras en prosa) que recoge la coloquialidad en un monólogo
interior que explica el presente, el fin que va llegando con noviembre, con la
nostalgia que causa una enfermedad transmitida por el sexo. El propio autor
detalla las claves en las notas finales (68); haciendo referencia a citas (en
cursiva, a lo largo del poemario) de María Baranda, el ya mencionado Abigael Bohórquez, Robert Walser, Luis Armenta
Malpica o Joaquín Hurtado, a quien le dedica Debe ser ya noviembre.
El
hecho de que el título marque obligación y no posibilidad (como ocurriría con
la perífrasis «deber de» más infinitivo) transmite la seguridad del paso del
tiempo, la frialdad de un juicio, de una realidad, finalmente contra el deseo; al tiempo que se decanta por la tradición italiana en lugar del octosílabo habitual castellano. Tales términos cernudianos se entrecruzan también en la reseña de Enzia Verduchi en el Periódico
de poesía, titulada «La belleza y la pandemia»: «proyecta –con un acento personalísimo– el pulso
del fin del siglo xx e inicio del xxi, que media entre la pasión por la
belleza y la desolación de la pandemia del sida».
En tres partes («La
sangre a sorbos», «Quince estaciones para otro Sebastián» y «Epílogo con
zarabanda») se suceden la enfermedad, la ausencia y el canto. Figuras
estadounidenses de la literatura o la televisión (Edmundo White o Rock Hudson)
nos trasladan a un ambiente de reivindicación y vulnerabilidad ante lo
incontrolable. Asimismo se alude a otros espacios como Catalunya (14) o, sobre
todo, el País Vasco (18, 20, 29, 34, 37); concretamente a la ciudad de San
Sebastián: referencia del personaje con el que dialoga el sujeto poético. ¿Qué
tienen de diferente tales coordenadas? Que se sienten diferentes al resto.
Ahora bien, no es un poema político (en años de máxima actividad para ETA);
sino que los puntos a los que se alude (humanos o geográficos) sustentan la
identidad que reivindica la obra de Aguilar, desde lo personal y lo sexual.
Pese a que la
reivindicación del cuerpo y del placer no tiene aparentemente una ideología,
una religión, las sentencias (casi aforismos) con los que acaban muchos de los
poemas de este «manifiesto» (que no propuesta, recordemos la perífrasis) dibuja
lo abstracto en tiempos de pandemias: «a diferencia de la fe, / una plaga es la
anarquía más pura» (19).
La libertad que se
defiende también se evidencia formalmente en la supresión de signos de
puntuación y mayúsculas (en la primera parte). Pongamos por caso el
endecasílabo al estilo bohorquiano con que concluye la estrofa inicial del poema
«rafael»: «muchacho con rostro de muchacha / y cejas finas, / tú, el ni alto ni
hermoso que rafael imaginó, / no tiene referencia de otros rostros» (30). Mediante
el título de cada poema cuestiona la masculinidad (que veíamos con César Cañedo) tomando ahora como punto de partida al pintor y arquitecto
renacentista o, sin desvincularse del arte, en el siguiente, con la escuela
flamenca de «rubens» (32).
Otro de los logros,
además de la relación con diversas disciplinas y referencias, es la ligazón de
la forma con el fondo (que tradicionalmente se han entendido de manera
independiente). Los últimos versos de «boccia» transmiten con el hipérbaton la
claridad que el dominio de la sintaxis de Aguilar permite pese al quiebre de
sintagmas teóricamente en desorden; en la práctica el verbo al final, en un
presente que continúa: «infinitamente / translúcidos. // porque más
transparente / nada es que estar muriendo» (39).
El
verso, como el condón, se rompe y (rasga) sangra. El vértigo, sin
embargo, es sumamente erótico, otra vez al final; en este caso de «penicilina»:
«que da el látex : / y el riesgo redivivo» (40). El erotismo da paso a
postales, recuerdos y certezas en prosa. Esta es la que da título al libro, al
final de la «última estación para otro Sebastián»: «Ahora debe ser ya noviembre
porque recuerdo menos, pero sé que si Dios tiene dios, debes ser tú: alto y hermoso:
el que apaga la luz para que yo me vaya» (61). La referencia a la divinidad nos
ofrece pistas del significado que pueden tener las mayúsculas ante la ausencia. Ese
vacío es la cesura del alejandrino final en dos heptasílabos.
Por
último, la zarabanda (como en Vicente Quirarte) resulta una composición musical que, sin abandonar la brevedad y
el efectismo (en su más sana acepción), celebra la muerte y el dolor, la belleza
ante la pandemia de la que hablaba Verduchi, por amor. No hay mejor forma de
expresar la certidumbre de lo abstracto que es el sentimiento-enfermo con el que
cierra Debe ser ya noviembre, el poema «última saeta» (con versos en
cursiva de Joaquín Hurtado):
un
enfermo ilumina,
con
luz mortecina
pero
luz al fin,
el
espacio que la rodea:
yo
no
muero
de sida. muero de algo más
profundo
porque me da la gana
y
mientras manufacturo coronas para muertos
y
hablo con sebastián
y
me hundo en la diarrea
y
espero a que se me aparezca el diablo
y
soplo en mi alma de cristal
y
de los sueños me clavo sus astillas
muero
de
qué-vergüenza-para-la-familia
y
cierro a solas mi trámite en el mundo (67).
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