domingo, 5 de julio de 2020

Cincinnati. Historia personal


Cincinnati. Historia personal (Cuadrivio / Secretaría de Cultura, 2018) es un poemario en el que Manuel Iris (Campeche, 1983) da unidad a textos que ha escrito durante diez años en la ciudad que ya lo habita. El amor, el deseo, la distancia, el paso del tiempo, la escritura o la familia conviven no tan lejos de México con el sonido de versos que armonizan la blancura.

            Este libro ha recibido numerosos comentarios, pues resulta inaudito en un país donde quizá se abusa de experimentos que no se sostienen por desconocimiento de una tradición y de un atrevimiento que también se da tanto en la palabra como en el lenguaje no verbal. Una de las reseñas más reveladoras es la de Jorge Fernández Granados, quien permea la poética de Iris. Dice, en Latin American Literature Today:

Este libro es, ante todo, una íntima reflexión en torno a lo propio y lo ajeno, un recuento por demás sincero sobre los hechos que, voluntaria o involuntariamente, van construyendo la identidad.
[...]
Si algo nos revelan desde el principio estos poemas es que somos quienes somos, quizás antes o por encima de la distancia que antepongamos a nuestro origen, por algo que nos acompaña permanentemente como una sombra; o, mejor dicho, algo que no podemos dejar de ser aunque nos alejemos.

Esa máxima que presenta Fernández Granados al partir de los tópicos de los libros de viajes, para negarlos, radica en la cercanía que el sujeto poético tiene consigo mismo y con el resto. Con Fernández Granados y Jorge Aguilera López presentó Manuel Iris esta publicación de Cuadrivio. Leyendo dicha reseña ya se siente buena parte de los sentimientos que transmite Cincinnati. Historia personal; sin embargo, en cada acto de leer se destaca la frescura que paradójicamente logra con la clásica cadencia que el mismo Iris reconoce de Granados a propósito de la infancia en el libro que coordina Jocelyn Martínez ElizaldeDe vuelta a Xihualpa: Lecturas críticas a la obra de Jorge Fernández Granados (2019). Cuando todo el mundo grita (lo veíamos con Óscar David López) callar es lo que sorprende.
            Para Ricardo E. Tatto en Soma: «no sólo seduce, sino que embelesa, pero sin llegar a edulcorarnos como otros tantos artífices del verso». Ese es el riesgo: hablar bien del amor. Por su parte, Rosely E. Quijano León en Por Esto! señala «una voz poética muy libre y muy auténtica, una voz que lo mismo expresa la tesitura del amor y el desamor, como de temas sociales y políticos en una interesante conjugación entre prosa poética y poemas que aluden finalmente a la belleza». En este sentido, Adriana Ventura destaca en La Santa Crítica: «Un poeta que testifica sus desdoblamientos a través de poemas en donde la fragmentación hace de quien escribe un ser reconstruido, fuerte».
            Y a todo esto, ¿qué dice el poeta? Marcos Daniel Aguilar lo entrevistó en Crónica, donde reconoce que «los poemas expresan lo que se ve, pero mis poemas no buscan explicar la realidad. Y estos vacíos, estas ausencias son quizá la ausencia de la explicación».
            Este libro expresa la ciudad que habita a una persona. Resultan fundamentales entonces las palabras iniciales, «Habitado por la ciudad», y la dedicatoria, «Para todas las personas / habitadas por ciudades» (10). En el sentido que le da Vicente Quirarte al espacio urbano en la dimensión cívica que estudiamos, la casa es una ciudad pequeña (según el arquitecto Leon Battista Alberti), y esta, la casa, un cuerpo, femenino. Lo muestra la segunda parte del poema «Itinerante»:

Mi casa llega iluminando un cuarto
que nunca será nuestro
y se recuesta y abre, delicada
cada una de sus antesalas.

Su cadera, si volteada
son balcones.

Su cuello
es una larga escalinata
del silencio al grito (15).

Los versos iniciales van en cursiva porque en la parte anterior aparecían, entonces, con redondillas. Son parte de una intertextualidad del propio sujeto poético que se mueve en el tiempo y en el espacio para permanecer como la hoja de su poética que destaca Fernández Granados.
            Aunque el lenguaje, según lo apuntaban las reseñas anteriores, es límpido, claro, casi sencillo, existe un arduo proceso para que se escuche con nitidez también en nuestra memoria. Se logra por heptasílabos y endecasílabos (antes, en cursiva) a la manera del mencionado fray Luis de León como epígrafe de «[La vecina ideal...]» (21): «El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada». La aliteración del aire que se serena al repetir suavemente la vibrante dará un verso de Manuel Iris como líquidas en «lento aletea el aliento de la nieve» (35).
            Se juega con otras sensaciones como la luz y sus reflejos, también desde el tacto, sin olvidar el oído; los sentidos, sin duda, de la poesía. Como ocurría con Los disfraces del fuego (2015) y la música de Arvo Pärt, este libro te empuja a que lo leas en voz alta, a poseer los versos, como se pide en «Retrato que te pide» (19), escuchando «Since I´ve Been Loving You» de Led Zeppelin. Y en este poema intuyo por qué la colección de Cuadrivio en la que se publica Cincinnati se llama «Poesía visual» (4):

Su cuello sabe a abismo

                                                               a vértigo
                                                                               a caerse

sabe (19)

El sangrado de los versos, breves, hace que se distribuyan en la página cual acordes, es decir, trastes de la guitarra-cuerpo de mujer que toca la melodía con la armonía de fondo, recuperando además los elementos de la casa como ciudad pequeña y anatomía femenina. Los sonidos entre cuerpos marcan el hueco que antes mencionaba el propio poeta, el vacío de sinestesias en la nieve con metáforas casi lorquianas en la prosa de «[La primera vez]»: «Tenía la voz de una mujer descalza» (28). ¿Qué voz tiene una mujer descalza? Una callada por el frío que siente al pisar cálidamente por vez primera la nieve. Esa figura se acerca a las acotaciones de «Son»: «tan sin dolerte» (22). Guarda postales y espejismos con la sintaxis.
            También recuerda a Quirarte y su poema «[Una mujer y un hombre...]» en Puerta del verano (1982), el inicio del poema de Iris «[Una mujer y un hombre]» (25). Escribir del amor siempre es difícil. Para ello hacía uso algunas veces del humor Jaime Sabines. En esta ocasión el poeta yucateco no recurre a él. La solemnidad de la pasión se sostiene por lo cotidiano. Lo doméstico no necesita equilibrar un tema tradicionalmente ajeno a la política, al compromiso, que va mostrando en textos que se fechan y se acercan al día en que Donald Trump es elegido presidente.
            Ese hueco, esa falta, como la belleza a la que se refiere Eduardo Lizalde en ciertas estatuas, es la que llama la atención en el poema «Homeless», cuya segunda estrofa nos hace pensar en un rastro: «Opaca, desdentada blancura / a la mitad del rostro / va burlando / el rostro de la nieve» (37). Tamaño extrañamiento desde los detalles se logra especialmente en los finales, como el poema de la primera parte, «Ventana»: «En su muñón, en el vacío del ojo / se ha atorado inútil, fría / la belleza» (37).
            Después de este marco que es doble frontera (dentro y fuera), vienen secciones más breves y heterogéneas: «Nueva nieve» y «Poemas escritos en Ludlow Avenue». Siempre se dan el equilibrio y la honestidad en Manuel Iris. Y, como se mencionaba, un acercamiento político en los últimos años; lo cual permitiría leer a la luz del Raúl Zurita de los ochenta en el cielo de Nueva York, el del mexicano «Poema escrito en el cielo que busca que pocas horas después cruzarán los misiles nucleares» (53-55).
            El que concluye el libro (57) me estremece desde que lo leí en Tierra Adentro. No se lo pierdan. El poeta laureado de Cincinnati en 2017, Manuel Iris, sería la solución para la polémica que existe con la poesía en España: entre versos efectistas que no van más allá del amor adolescente y disquisiciones que nadie lee y pocos entienden, él lograría unir las dos tradiciones que también han dividido a México en el siglo pasado con Efraín Huerta y Octavio Paz o, más recientemente, con José Emilio Pacheco y Gerardo Deniz. A Iris se le entiende y toca los temas con una profundidad que aclara las abstracciones a las que pocos poetas terminan llegando.

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