Esta
semana las redes no distinguieron a los niños de sus perfiles adultos. Quiero
decir que se conmemoró en México la edad a la que se dirige el libro Puntiagudos
(Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México, 2020), de Luis
Eduardo García (Guadalajara, 1984), con ilustraciones de Rocío Solís Cuevas: sobre los vértices que nos encontramos a lo largo de la vida, sobre
el dolor, sobre la importancia.
El poeta tapatío mereció por dicha
obra el premio único de poesía infantil en el tercer Certamen Internacional de
Literatura Infantil y Juvenil FOEM, convocado por el Gobierno del Estado de
México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, en
2018; con un jurado integrado por María García Esperón, Ninah Basich y Luigi Amara.
Además del humor, la distopía, la ecocrítica
y la unión de elementos aparentemente inconexos, existe una preocupación por
definir lo que es un texto poético; algo que el autor ya mostró con la Estrategia del poema (2020) de Armando Salgado y Octavio Gallardo. En esta ocasión, la obra arranca con un tigre
(pensemos en William Blake) que acecha la cabeza de un cómodo lector, quien
descansa junto a un busto de otra época, en el puntilloso y colorido trabajo de
Rocío Solís Cuevas.
Ese personaje protagoniza el relato
en prosa, a modo de cuento, que inaugura las escenas al tiempo que justifica el
título, Puntiagudos, desde las primeras líneas: «Hace más de cien años,
en un castillo en Italia, un señor con bigote escribió que todo lo bello es peligroso»
(9). En ese sentido se suceden especies de animales (como «un rape abisal» o «Masticahuesos»)
que pueden ser bellas y objetos no romos o afilados que pueden no cumplir con
lo que históricamente nos han hecho entender que es la belleza.
He ahí el principal logro, me
parece, del trabajo de García y Solís: ofrecer la poesía a todo el público sin
pulir o lijar las aristas de esta, pues en ese punto, el que pincha, se halla
el significado de lo que no solemos comprender o, directamente, leer por exceso
de barniz.
El ejemplo más bello se da en el
breve poema cactus, tipo haikú (algo más extenso), pues la imaginación
simbólica de la cactácea con el molusco contrasta con la flor con la que
comparte color: «Incluso ese pulpo verde y seco / todo cubierto de agujas / un
día tendrá una flor en la cabeza» (12).
Las especies marinas continúan en
estas páginas. Con la simpatía y la ternura de los trazos se resuelve el horror
que las suele envolver. Algo similar puede extenderse a las personas que
escriben en el encierro o que temen una infección en el oído. En el fondo,
dichas lecturas permiten trabajar el tema del castigo, la higiene o el concepto
de «Okupa», poema de la pág. 16.
La fantasía (tan escasa y difícilmente
tratada en la lírica) hace que un pez globo pueda acercarse al sol o que una
adivinanza nos lleve a la piña como el más dulce fruto puntiagudo. «Eso mismo
hace la poesía»:
El pico de un
pájaro carpintero
perfora la corteza
de los árboles
para extraer
termitas
larvas de hormiga
y otras maravillas
que hasta entonces
permanecían
ocultas (23).
Distinguimos
seres puntiagudos por naturaleza o contra la naturaleza. Las trampas, tras esta
poética entomológica que socava las palabras de la realidad «y otras maravillas»
cobran voz en un divertido sujeto poético que lleva a cuestionar la relación
del ser humano con el medio. En cambio, el resto de seres vivos, como «Hunson
Abadeer» (29), convive con el entorno sin daños, convirtiendo las puntas en llanas;
ya que, en ocasiones, «las cosas son más lindas / cuando están fuera de tu
alcance» (32). ¿Por qué no buscamos una virtud en lo que se achata como un
defecto? Si «Las cosas que no alcanzan I» abre Puntiagudos, «Las cosas que no
alcanzan II» lo cierra: porque, eh, rizo, «los corazones con púas / también
laten» (43).
Luis Eduardo García (de quien ya hemos hablado varias veces en este blog)
siempre ofrece algo singular, que no deja de dialogar con las tradiciones que reconoce.
Pueden leerlo y descargarlo en la página del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
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