domingo, 1 de marzo de 2020

Abre la puerta, Reinos perseguidos


Abre la puerta (Universidad Autónoma de Coahuila, 2015) y Reinos perseguidos (Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, 2016) son los recientes poemarios de Gabriela Turner Saad (Moncolva, Coahuila, 1962): cantos singulares del instante que envuelve al ser con la naturaleza, entre la vida y la muerte.


            Si hace cinco años con Polvo de esperanza (2013) y En medio de la bruma (2015) nos sorprendió por la fuerza y la peculiaridad de su poética, distinta y conocedora al mismo tiempo de las tradiciones literarias que permean en México, en esta ocasión advertimos una pulsión mayor, que no más brusca, de la desolación que dejan entrever poemas breves con su ya característico natural ritmo único, marcado por los sujetos en primera persona.
            Luis Vicente de Aguinaga abre la puerta con una nota preliminar que comienza así: «En la era de la cita, la paráfrasis y el pastiche, Gabriela Turner Saad ha escrito un libro en el que no parece oírse otra voz que la suya. Se trata –conviene decirlo– de una voz clara, ya que no simple; íntima, pero no confesional» (11). Me parecen rasgos fundamentales para acercarnos a la coahuilense: la claridad se logra al horadar y, por ello, reconocer, la complejidad del yo.
            En el proceso de publicación de un trabajo sobre la presencia e influencia del poeta oriolano Miguel Hernández en la poesía mexicana, en el que Turner colaboró, reparo en el epígrafe de Abre la puerta:

Tu puerta no tiene casa
ni calle: tiene un camino
por donde la tarde pasa
como un agua sin destino.

Miguel Hernández

Si Clyo Mendoza partirá de Hernández junto a Raúl Zurita y Henri Michaux en Silencio (2018), ya presente en el archivo de Poesía Mexa, Turner continúa esa fijación por el destino entre dos puntos, que son la rima aparentemente básica y casi azarosa tanto de la casa y el verbo como de la finalidad, física (camino), y del fin, inevitable (destino). Al invertir lo previsible, la casa sin puerta, estamos ante un umbral que da a la poesía. Las «tres heridas» hernandianas (la del amor, la de la muerte, la de la vida) nos vienen a la memoria por lo que transmite ahora la estructura tripartita: «Puerta cerrada», «Puerta enferma» y «Puerta abierta».
            El posible imperativo del título se acciona tras la construcción de una imagen. Las celosías se calculan en «La espera» (29). Se analiza el «Primer rostro» (33), ya en la segunda parte, como poemas que en escasos versos devienen yo testimonial y mítico. El polvo, desolado, es, como motivo, elemento natural que sostiene el agua. Se entretejen sensaciones; sin límites, al final del poema «Sentidos»: «Que el polvo respira el mismo aire» (61). Y continuará hasta Reinos perseguidos: «a la desordenada sombra, abierta entre los escombros / por no saberse polvo / de tu carne bendita» (2016: 19).
            A la manera de Mark Strand la poesía es la ausencia del cuerpo en la naturaleza. La enfermedad incide de nuevo en los cuatro elementos naturales a efectos budistas. El dolor, el sufrimiento, nos lleva entonces a Lorca y el Bisturí de cuatro filos que escribe Quirarte, todavía inéidto. Empieza «Cuatro veces»:

Cuatro veces asesiné el cuerpo.
Cuatro veces recé
con un bisturí encendido.
Cuatro veces dije cuatro
para reventar y quedar en cruz
tendida la espalda con el odio boca arriba.
[...] (47)

El ritmo, in crescendo, alcanza el bestiario de la «Nostalgia», texto que tras algunas preguntas retóricas que repiensan elementos básicos como la sangre, trabajados en la poesía mexicana por Alejandro Palma, da con cuencas buñuelescas: «Sobre el muelle del ayer, / las patas de elefantes / y junglas de avispas, / más un termitero con garabatos / de ojos ciegos» (70). En esta línea, frente a la muerte, la puerta abierta, se ve al padre, el silencio, del último verso: «Quién nos avisará que estamos muertos» (83).
            En cambio, a lo largo de Reinos perseguidos, según Claudia Berrueto en la contraportada: «se abordan la figura del viento como fuerza modificadora de una realidad interna; el movimiento que no permite la observación; la naturaleza y su abatimiento». Sinestesia y personificación al final del primer poema, «Viento perdido»: «Solamente los mudos son sordos. / Alguien huele la cercanía del miedo cuando el viento ladra» (10). El temor a escucharse una o uno mismo nos persigue. En este libro Turner lo logra porque se para, se detiene para seguir y develar el rostro que continúa entre «Carne y sombra»:

Mueres a cada instante
y el amor emerge,
con su densidad y sombra,
más entero (18).

            El amor es un tema frío, opuesto a la «Anhedonia» (22) que repiensa el mito: Adán y Eva, Amira y Anuar. La mujer-princesa, sin voz, sin reino concuerda en plural la entelequia: «Hemos perdido el idioma. / [...] el único sonido es la mosca» (31). Esta acude a la flaqueza, al placer menguante bajo la luna; impera: «Libera el aroma del azahar. / Libera el azar. / Vierte en la tierra el susurro perfumado» (63).
Es difícil responder a la pregunta por qué una poeta como Turner, tan sugerente, no protagoniza los estudios críticos. Las razones seguramente se deban a puertas y enfermedades. Recuerdo que escucharla en Puebla en 2015 o en San Luis Potosí en 2017 me hizo pensar en el vértigo de la palabra.

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