domingo, 29 de diciembre de 2019

Oscuro escarabajo

Imagen de Siglo en la brisa,
blog de Fernando Fernández
que dar solías solaz
(39, 40)

El poemario Oscuro escarabajo (Ediciones Monte Carmelo, 2018) que Fernando Fernández (Ciudad de México, 1964) publicó a finales del año pasado requiere el tiempo y la relectura que también merece. Es un libro particular, atrevido, hondo en su claridad, inteligente por evitar los alardes; coherente con todo lo que hace una de las referencias más activas de la literatura mexicana.
            Aunque este año que acaba se ha aplaudido al escritor, bloguero, editor y conductor de radio por su extraordinario libro Oriundos (Cataria, 2018), que ha conmovido y reconciliado a decenas de personas que viajan todavía de Asturias a México, considero que con Oscuro escarabajo afianza una voz tan reconocible como sugerente, enigmática, en la lírica del país que nos ocupa. De su publicación se hicieron eco los principales medios de comunicación (Excélsior o El Universal, por ejemplo), pero apenas está llegando a la crítica literaria, algo que sin duda necesitamos para comprender el oficio que vimos la semana pasada con Lorena Huitrón.
            Destacan, sin embargo, dos textos sobre Oscuro escarabajo: la entrevista del autor con Mario Alberto Medrano en el Periódico de Poesía de la UNAM y la completa reseña de Carlos Ulises Mata en La Santa Crítica. En la primera (24 de junio de 2019), entre otras confesiones, el especialista en el jerezano muestra que «Me gusta creer que imito los poemas de López Velarde, que tienen algo de charla fresca y espontánea, y al mismo tiempo están fijados con perfecto rigor»; mientras que después (8 de noviembre de 2019) descuellan ciertos rasgos del melómano como Autonomía, Cordialidad, Vida, Oído o Despedida.
            De los veintiséis poemas que conforman este libro, más de veinte, según Carlos Ulises Mata, son «monólogos reflexivos de un yo que busca entenderse a sí mismo o establecer un diálogo (siempre en ausencia) con personas, animales y objetos concretos cuya presencia se evoca en el marco imaginativo modelado por las específicas circunstancias de tiempo, lugar y condición emocional en que las ha tratado, las ve o las recuerda el autor». A manera de pórtico o estancias, las nubes (que recuerdan a Aristófanes) son el motivo por el que se suceden los poemas, normalmente breves, garantes de un lenguaje que hace entrechocar con armonía la coloquialidad del tercer milenio y la evolución idiomática de acentos y etimologías que nos ha ido enriqueciendo con sigilo por los siglos de los siglos. El poema dividido en seis (que no formaba parte del anterior análisis de Ulises Mata) en cursiva (con la cuidada edición de Francisco Magaña) da paso a las cinco series de cuatro poemas que engloban esta bitácora, este cuaderno, cual mirada al cielo que atestigua el curso del tiempo tras lo que acontece en la tierra.
            Es el viaje uno de los temas. Cada poema, independiente, podría aparecer en prensa (como así ha ocurrido en Milenio), pero crece y se hace sólido en contacto con el resto, pues los hilos conductores son varios y con éxito se imbrican en un bellísimo libro (¡corran!) cuyo tiraje es de 500 ejemplares.
            En cuanto al sonido que tanto atrae a Fernández, las rimas internas se alejan de las asonancias en pos del ritmo, que lo es todo. La disposición visual fomenta, paradójicamente, la oralidad de finales en agudas que borbotean. Este es un pasaje de «El maestro de ética»:

De los pájaros, sí,
de los que al alba cantan
en tanto me despierto,
                                               que porque nace el día,
y los que por la tarde pían
sin más razón que porque cae el sol (14).

He ahí la onomatopeya, entre demás figuras que el poeta lleva dentro de sí, de endecasílabos italianos a octosílabos castellanos por la tradicional distinción (inexistente, por otra parte) entre lo culto y lo popular. La curiosidad, hecha inquietud formal, une los históricamente considerados ambos extremos.
            ¿Qué hay de Deniz en Fernández? Mucho. Seguramente lo podremos comprobar pronto y de manera indirecta con el libro de Fernández sobre Deniz; pues en sus ensayos queda patente la tradición que hereda y renueva. La curiosidad lexicográfica, por ejemplo, de ambos, queda resuelta en el que me parece que es el poema del libro, independientemente del titulado «Oscuro escarabajo». Es, por tanto, un caso singular de la influencia que tiene el escritor de origen español en la poesía mexicana contemporánea que estudia Alejandro Higashi en el número 23 de América sin Nombre. El poema con el que me quedo, también un rato pensando, es «Analectas». Venzo el ritmo que me anima a seguir leyendo, dejo a un lado el libro y desbloqueo el móvil al cuarto o quinto intento. El poema que reflexiona sobre la procrastinación tan mexicana y los derroteros que azarosamente nos salen y nos explican al camino me empuja a querer buscar una respuesta (algo que nunca da la poesía): analectas viene «Del lat. analecta, -ōrum, y este del gr. ἀνάλεκτα análekta 'cosas recogidas'». Significa florilegio. Entonces creo caer en la cuenta. Oscuro escarabajo es un florilegio, la reunión de cosas (en su más llano y original sentido). Imagino que es este el guiño del poeta y del sujeto poético, que parecen dialogar espontáneamente detrás de versos medidos, pulidos, dichos, durante años.
            Asimismo, el amante del teatro que es Fernández cultiva el monólogo en un poema como «El gorrión de Catulo». Es ese otro homenaje a Catulo y Lesbia, representados por Renán o Quirarte, que no repite por ello los lugares comunes en torno al amor y la seducción, sino que se aprestan a remozar con gozo las palabras en sonidos que son idos de sus nidos (a la manera de Toledo) hasta elevar la aliteración con el seseo americano «para alegrar, así, siquiera un rato, a solas / las muchas horas / de mis tristes desvaríos» (40). Ahí se explica la cita de rima natural acompasada que encabeza esta nota. La amada es también, aquí, ecocrítica; es decir, el cerdo por el que se produce el giro de los acontecimientos (como si de un cuento se tratara) en el poema «Al visitar un convento mexicano del siglo xvi» vuelve aparecer en «Volviendo de Querétaro», a modo de personaje o espectro, en la defensa medioambiental y animal que lleva a cabo con aguda crítica Fernández.
            La narración del decurso vital conjetura, pongamos por caso, otra elección para la Diana cazadora que hay en el Paseo de la Reforma. Se dan la mano la arquitectura, la arqueología, la historia o la antropología, artes que convocan al poeta para dejarse llevar por ese don que es mirar sin mirar. Nos viene a la mente entonces La Diana de Jorge de Montemayor y el renacimiento, la reencarnación de la vida que se pierde o desaparece de manera inductiva, pasando por El Quijote, Góngora, y los humores que calientan el cuerpo y la mente tras nadar: una poética que también podríamos adscribir por esta práctica de sonidos internos del cuerpo a Cristina Rivera Garza. Todo en ello está cifrado, hasta la «talla / filipina del siglo xvii (llamada / Trinidad Terrestre / o Sagrada Familia / de Viaje, según leo en la ficha / en el escaparate del museo); / señor don san José» (49) que espero retomar con el objetivo de un estudio sobre la presencia o influencia filipina en la poesía mexicana contemporánea.
            El agua que forma las nubes, el llanto en medio de una carretera al ver de nuevo los cerdos que no ven, se encuentra en esa fuente que congrega al sujeto poético, en el sentido del yo, más allá del tendido eléctrico, al final, «en cuya superficie / me reconozco, / y a cuya hondura / bajo a beber para sentirme, / súbita, extrañamente complacido, / sereno, / pleno» (67).
No hay nada parecido a lo que hace Fernando Fernández en la poesía mexicana contemporánea. Es inaudito. Como se reconocía recientemente en las redes, este libro y este autor son para quienes leen. Celebro que continúe publicando poesía con talento, atención y generosidad. Este blog cierra su quinto año con un libro que conecta con la ya disponible dimensión cívica.

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