domingo, 2 de agosto de 2020

Julio Rivera


Julio Rivera (León, 1992) forma parte del archivo de Poesía Mexa con Horas pólvora (3pies, 2017) y Sesenta y seis mil poemas (Obra en construcción) (s. e., s. a.), dos ejemplos del humor, de la cotidianeidad y del fresco y hondo poso que con atrevimiento existe en la lírica más reciente.

            Horas pólvora viene con un prólogo de Pedro Mena Bermúdez, disponible en Ruleta rusa. Con el título «Este libro es un petardo al alcance de los niños» (dos octosílabos, sin el segundo tendría otro sentido) arranca con esta reflexión:

Hay cierto tipo de lectores que ven en el prólogo un desatino orquestado por la editorial o una innecesaria solemnidad que le permite el autor a un cómplice. De ordinario alegan estos lectores que el prólogo, siendo mera incitación a la lectura, les contamina su virginal encuentro con la obra, los llena de prejuicios y además entorpece el ir a la obra misma (como si todo lector estuviera obligado a ser fenomenólogo en sus ratos de ocio) (6).

Como valoro los prólogos, sigo leyendo ideas tan ácidas y honestas como las del autor al que presenta: «sin muchas piruetas y sin estridencias bobas, se inscribe en una tradición literaria de humor cruel por exceso de ternura» (7). ¿Y de qué habla este libro? Eduardo Padilla lo sintetiza de la siguiente manera en la contracubierta: «Son los objetos de la jornada. Las palabras y las cosas. / Los objetos verbales que te llevan de la casa a la oficina; / de la cama a la mesa; de la infancia al crematorio».
Las ilustraciones de José Zarzi encubren una serie nada pesada de poemas breves cuyos títulos se ligan con las imágenes que sugiere, por ejemplo, el texto inicial: «Club verdugos»: «Se reúnen / por las noches a / armar rompecabezas con / los restos» (11). Imaginamos entonces un paródico retrato social con escenas de gánster a lo largo de un espacio urbano ficcional que, sin embargo, no se aleja, tristemente, por lo cómico, de la realidad. Los certeros mensajes narran y anuncian una filosofía que recuerda a los aforismos de Armando González Torres.
Cabe destacar el amor sin florituras, una reflexión sobre cómo matar insectos, la historia conjetural que podría entristecer a cualquier niño o niña en el mundo. Ahora bien, la crueldad fruto de estas horas de historias y personajes anónimos es más una crítica que un canto inocente. Tiene pinta de estallar. Lo doméstico detona ante el vacío de poemas como el que lleva por título un posible haiku de incómoda rima: «¿Nunca han llorado y se les ha mojado su pan tostado?» (25).
La melancolía es tratada ahora como parte de la sátira. En primera persona encarna la tragicomedia mexicana (39); aunque las referencias forman parte de un contexto común, ajeno a una locación o ámbitos concretos. Las influencias podrían ser estadounidenses o surcoreanas. Pienso en el suicidio con el que empieza aquella película, Poesía (2010). Se dan la mano el crimen y la sugerencia de los vacíos, de las sensaciones, como ejemplo de poesía de ciencia ficción o hasta distópica. El papel adquiere el color de la nostalgia con las palabras que se rompen porque no se doblan en el poema «Las hormigas se llevaron el color del oso»:

La felicidad fue un diente amarillo.
Fue haber chupado una paleta de mango.

Y escuché la conversación de las moscas.
Vi con pereza un girasol negro.
Los sapos saltan y explotan.

Lamí el amarillo del día.
Metí la mano en la miel y perdí.

Lloro
a Mari
yo.

La vida nos sonríe
con los dientes rotos (44).

Snoopy, reiteradas disquisiciones matemáticas, una antireseña sobre las reseñas, el insomnio, Jumpman o alguien que llora por un solo ojo tejen un universo en el que el sujeto poético reflexiona sobre la misma poesía, más con sorna que con sarna; pues termina Horas pólvora con el sabor dulce del desastre.
            Sesenta y seis mil poemas (Obra en construcción) es un libro hecho a base de tachaduras y borraduras. Esparadrapo gris (casi amarillento, recordemos la nostalgia de este tono en su anterior obra) oculta la mayor parte del texto sobre el que se superponen también rayones negros que, en este caso, más que velar revelan con más fuerza el contenido del texto que se «quiere» obliterado. El discurso rescata las palabras desde que Hugo García Manríquez influyera en buena parte de la poesía mexicana con la técnica que siguió en Anti-Humboldt. Una lectura del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (2014). Esta es la primera página (la mayoría, sin numerar):




Tales «textos» dicen más por lo que niegan. El verso que se salva se ve mucho mejor por el contraste de esas palabras que también simularán un sangrado; o versos que caen de distinta manera, dispuestos en la página revelando el poema de (lo que entendemos que era) otro poema. Los dibujos (intuimos) del propio autor acompañan con aves (a la manera de Amaranta Caballero Prado) el universo que vuelve a crearse con esta técnica explotada en la neovanguardia. El collage transita en este caso por espacios más cercanos a la realidad mexicana (que anteriormente solo se intuía en contadas ocasiones); mas, de nuevo, la clave reside en el no-lugar, en el (no) escrito que con frecuencia no llega. Ese podría ser el tema de tantos poemas que, finalmente, incumplen las expectativas. Ahora bien, qué significa esta última palabra en la poesía. Solo hay una palabra escrita a mano. Un término, sin la tilde que se le supone como adjetivo, se distingue por el grosor de varias capas de esparadrapo en la primera parte del poemario: «vacia» (25). En la siguiente página algo cambia, pues se acaba la cinta o se tapa sin tanto interés. La fina capa ahora deja ver un texto sobre la oriundez del poeta, León. ¿Niega su origen?
            A continuación se alternan las tachaduras con las borraduras y también se cuela algún mensaje en caligrafía descuidada. Se interviene cierta palabra para continuar una historia tan absurda como ligada al sujeto poético que se construye al renunciar a la base de la que se parte. El papel se va rompiendo. Faltan márgenes, quizá arrancados a dentelladas. Se anuncia algo, se busca un amor; no se pierde esa comicidad, se rescatan las sílabas que forman «pera», varias veces, en una de las últimas páginas. El colofón antes de la cinta aislante verde que tapa en varias cruces la contracubierta, donde se adivina la mención a una ciudad española: «Mil gracias a las bestias que se revelaron en mi vida».
            Presten atención a Julio Rivera. Les sorprenderá.

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