viernes, 13 de noviembre de 2020

Mi nombre en el agua

 

Esta tarde (noche, en España) Nancy Hernández García (Cuautla, Morelos, 1990) presenta Mi nombre en el agua (Editorial Palabrerías, 2020): un libro de poesía que muestra la fluidez y precisión sintáctica de la ensayista a propósito del erotismo, el arte poética y la inmanencia del vivir. Gracias a su generosa confianza podremos seguir la cita en Facebook Live.

 



 

La ensayista mexicana celebra al mismo tiempo el aniversario de su columna «Malgré tout» en la ya mencionada Palabrerías. Si hace unos años tuvimos la oportunidad de acercarnos a su libro sobre José Emilio Pacheco, de quien lleva a cabo una tesis doctoral en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Palabra e imagen en Morirás lejos, un acercamiento a José Emilio Pacheco (Premio Bitácora de vuelos, en la categoría de Ensayo, 2018), ahora se estrena en el género poético que tanto le atrae desde su maestro Marco Antonio Campos. A pesar de todo lo que estamos viviendo en los últimos meses de encierro, Nancy Hernández García es un ejemplo del conocimiento y del cultivo, al mismo tiempo, de la poesía mexicana contemporánea.

Octavio Paz, en el prólogo de la requetecitada antología Poesía en movimiento (1966), con Alí Chumacero, el propio Pacheco y Homero Aridjis, hablaba de los cuatro elementos para establecer una caracterización de la la lírica en el país que nos ocupa y que, posteriormente, poetas y académicos como Carlos López Beltrán y Pedro Serrano en 359 delicados (con filtro) (2012), sobre las generaciones intermedias (la de los setenta y ochenta), definían como Sudd: agua que corre entre la tierra. Según Paz (26):

 

El iniciador de la nueva poesía es Montes de Oca. Le corresponde el signo que señala a lo que aparece, surge, se levanta, suscita: el Trueno. Su contrario —dentro de esta conjetura— es aquello que contempla, recibe, reflexiona: el Lago. Pacheco se ha distinguido por todos esos atributos y, además, posee un temperamento crítico. La otra pareja: al movimiento vertical y en ascenso del Trueno, se opone un movimiento también vertical, pero hacia abajo y hacia dentro: el Agua abismal, Zaid. El contrario del Agua es el Fuego, siempre lanzado hacia afuera, ávido de tocar la realidad y siempre llenas de humo las manos rojas: Aridjis.

 

Mientras que López Beltrán y Serrano (21), casi cincuenta años después, se aproximan a «los vestigios que la poesía deja en un abigarrado cruce de brechas espacio-temporal. Del sentido de la experiencia de ese locus comunicable solo por la poesía. Se trataba de encontrar en ella la experiencia estética atravesada por versos comunicantes». El ejercicio que lleva a cabo ahora mismo buena parte de la lírica en la que se enmarca Mi nombre en el agua acude a esa crítica del sujeto poético sobre una superficie acuosa que se filtra entre una gruesa capa de referencias de aquello que «contempla, recibe, reflexiona».

            El trabajo del editor José Luis Mejía, la ilustradora Valeria Huerta Cano desde la portada y, por supuesto, la autora evidencia la liquidez de un género que se comparte en sociedad, precisamente, en la versión electrónica, ante la pantalla que estos días nos refleja, nos une y nos separa.

            Marco Antonio Campos (poeta de fuego, según la concepción de Paz), abre estos veintiséis poemas con un epígrafe a propósito del encuentro amoroso: tema del libro. Es la búsqueda, en la escritura, un afán parecido. Las palabras destilan textos breves, de no más de diez o doce versos, cuyo hilo conductor resulta, al cabo, la (belleza de la) viscosidad de la materia.

            Asir la idea, el momento: tiempo en el espacio. Lo marca el «Génesis», primer poema. Luego fluyen las escenas sobre la ausencia. Radica ahí, me parece, la clave. La blancura de la página, su quietud e iridiscencia (por lo que ahí alrededor y alimenta el blanco) es vencida por la memoria que fija en la palabra, más en el sustantivo que en el verbo o el adjetivo, el deseo ido: que, al revés, es la muestra del odio y, átono, el oído. El sujeto poético en primera persona agita sin aspavientos la superficie para horadar en cada uno de los parpadeos el haz y el envés del ser vivo que capta el agua cuando se apaga el fuego, se va el deseo y queda la voz, el sonido, el ritmo, coloquial y a la vez enigmático.

            Entre la confesión de lo difícil que resulta hoy escribir poemas de amor, aflora la segunda persona: quien lee recibe el mensaje y, por qué no, ve también su nombre bailar en la calma, en la forma del agua, tras la tormenta, el trueno y el rayo; y viceversa. A medida que avanza la lectura, la nostalgia, las preguntas ante el paso del tiempo, dan paso a una actitud positiva ante la vida; a la manera de Vicente Quirarte en La Invencible (2012: 173), para quien la poesía, quizá como a Nancy Hernández García, acaba y empieza en la niña que camina con pies descalzos y sin paraguas: «La lluvia es una niña que anda con pies desnudos por la calle».

            El implícito metro en siete y once sílabas del ejemplo anterior concluye en uno de los poemas de Mi nombre en el agua, hacia una tradición castellana del octosílabo (para aproximarse de nuevo al heptasílabo más adelante) e igual predilección por la sentencia final del endecasílabo italiano (con acento en sexta sílaba):

 

Aprendí a caminar bajo la lluvia

dejándome conducir por tus pasos,

sin más tiempo que este tiempo,

a la sed de nuestros labios:

instante que se arrulla en la memoria (s. p.).

 

            En el principio, no fue el verbo; sino el Pecado Original que alimentó el ánimo. La magia, pienso en La diosa blanca (1948) de Robert Graves, sostiene los rituales que conforman el cambio de pareceres, las sensaciones, el solsticio: el significado de la luna. La escritura logra, al cabo, una lectura del fuego en el agua; al final, por ejemplo, del poema «Palimpsesto»: «Los versos que ahora leo / Pellicer los escribió para ti, / para que te llamara sin decir tu nombre» (s. p.). En el acto del decir se establece ya la cópula, entre la abstracción mental y la referencia, el impulso y el cuerpo, lo dionisíaco y lo apolíneo que tan bien muestran Mi nombre en el agua.

La escritora mexicana se inicia en el género lírico con los rites de passage de Arnold van Gennep: se separa del agua para volver al origen de una tradición que conoce y nutre. El manejo del verso logra esquivar el lamento, los lugares comunes, el efectismo y otros tantos rasgos por los que le pienso preguntar a Nancy Hernández García, ese es el nombre, en unas horas, en vivo, un año después, «Malgré tout».

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