sábado, 21 de septiembre de 2019

Una violencia sencilla


somos el domesticado con la mirada fija
en el montaje de una violencia sencilla.

Lorena Huitrón (31)

Una violencia sencilla (Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán, 2017) es el poemario con el que Lorena Huitrón (Xalapa, Veracruz, 1982) consiguió el Premio Nacional de Poesía Experimental «Raúl Renán» 2015. Estamos ante una poética que definitivamente abandonó la solemnidad y la metafísica para alcanzar precisamente la profundidad del ser humano y su lenguaje en el día a día y en contacto con diversas disciplinas y experiencias.

            No por casualidad leí este libro por y tras el de Eva Castañeda, La imaginación herida. Sin duda ambos tonos afianzan una poética de la verbalización del dolor cotidiano. Castañeda reseñó el poemario de Huitrón en Latin American Literature Today con reflexiones del tipo: «Es sabido que en poesía no importa el qué sino el cómo, dicho en otras palabras, no importa de qué se escriba sino cómo se escriba. Hablo de las estrategias y los recursos que sigue la autora para escribir sobre la violencia, el cuerpo y la enfermedad».
            La poeta y crítica reconoce la delicadeza con la que arranca ese oxímoron que es la violencia sencilla. La muñeca, la infancia y el cuerpo dejan ver las cicatrices que hilvanará cada texto a partir de las confesiones y las fuentes que se detallan en el epílogo (65-66). Para Roger Santiváñez en la contracubierta, Una violencia sencilla es Bio-lenta. Y es que las decenas de poemas, en prosa o en verso, se articulan mediante la convivencia de distintos registros. Para ello las cursivas diferencian las voces que se integran a lo largo de las cinco partes que, sin embargo, no estructuran el índice: «Amar el juego grave», «Diálogos con un negro durante la fiesta de San Mateo», «Victoria Lucas», «Ciudad del Sol» y «Mariclau». Huitrón no da puntada sin hilo y cada elemento, como ya reconocía el estructuralismo, es fundamental en la crónica poética. El humor, como en Castañeda, confiere a las imágenes descritas una pátina de coloquialidad que aún subraya más la tragedia. Las fotografías que se incluyen en la primera parte no complementan el texto, sino que son parte de él y de esa experimentalidad que logra la armonía de códigos tradicionalmente distintos.
            La veracruzana reflexiona sobre el lenguaje para pensar en una prótesis de alguien, que dé «alguiena»: «Mejor con acento, álguiena» (47). El diálogo metalingüístico entre estas dos personas concluye con la palabra que gráficamente tanto se parece a alienígena, no sin antes caricaturizar a la Real Academia Española, que debería de llamarse como suele ser habitual y erróneo todavía Real Academia de la Lengua Española: «La rae no sabe nada y no tiene sentido del humor ni creatividad. Ahí van ustedes con sus caballos lecheros, recitando esas definiciones al pie de la letra. Pero sigue tú a esos abigarrados viejillos. Seguro sus reglitas las remojan en vinagre» (47).
            Pienso en Procesos de la noche de Diana del Ángel por recurrir a la crónica –en el caso de Huitrón, a la prosa– para dejar testimonio de una violencia quizá sencilla de causar pero difícil de aguantar una vez, por fin, ya visibilizada. En esos casos el verso no permite juegos que recuperan la cicatriz, la supervivencia y la obsesión por retratar a personas «que buscan clínicas santuario para ser inmaculadas, / que borran lo que podría ser su gran historia, / la marca que los años no devoren, / la seña de que aún pueden estar vivas» (51).
            Vimos varios títulos de Lorena Huitrón gracias al archivo de Poesía Mexa. Ahora podemos entender que lo experimental también incluye pensar en el lenguaje sin más artificios que la sencillez (que no simpleza) de lo poético.

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